
En uno de mis viajes a París estuve en Notre Dame durante la celebración de una misa. Fue algo accidental, no buscado, creo que el inicio de la ceremonia coincidió con que bajábamos del recorrido turístico por las torres y, probablemente, nos decidimos a entrar porque era un viaje corto y no íbamos a tener otra oportunidad de ver el interior de la gran catedral.
Debía de ser una misa algo especial, o quizá todas lo eran allí –iba escribir "lo son", pero desde este lunes el presente no tiene sentido en esta frase–, el caso es que la misa era cantada y, sobre todo, acompañada con la música del órgano principal de la iglesia.
Fue toda una experiencia: pese a que no hablo francés, fuimos siguiendo la liturgia tan conocida y, sobre todo, nos impactó el vendaval sonoro que salía de los miles de tubos del instrumento, situado tras la fachada, en lo alto, sólo a unos metros de nosotros.
Como si de un moderno concierto de rock se tratase, más allá de la belleza de las melodías recibimos un impacto físico: sentíamos vibrar la notas en nuestro interior porque, de hecho, las ondas sonoras eran tan potentes que dentro de la inmensidad del edificio nuestros pequeños cuerpos actuaban también como cajas de resonancia. Literalmente, la música nos sacudía y nos hacía vibrar, y en esas circunstancias, y rodeados de la inmensidad gótica y de tanta belleza, era imposible que no vibrase también el espíritu.
Salimos de Notre Dame henchidos, conscientes de haber vivido una experiencia más allá de lo físico, espiritual, no religiosa porque la fe es un don de Dios, como ustedes saben, pero que sí nos acercó a entender algo que no es fácil de comprender –y menos aún de experimentar– para un no creyente: cómo esas grandes y bellas catedrales que hemos tenido la suerte de que la Historia nos haya legado en Francia, España, Italia o Alemania no sólo eran demostraciones de poder, que también, sino que eran sobre todo herramientas para la elevación, instrumentos para la espiritualidad.
Edificios hechos por hombres, quizá durante siglos, pensados por hombres y realizados por hombres como nosotros, pero que realmente te colocan más cerca de Dios. Y para tan noble finalidad todos esos constructores, canteros, artesanos, carpinteros tenían que dar lo mejor de sí mismos, lo mejor de su época, lo mejor del espíritu de todos y cada uno de ellos.
Por eso las catedrales son un legado formidable, y ahí nace, creo yo, ese algo especial que sentimos por ellas, incluso simplemente contemplándolas, sin necesidad de una inmersión como la que disfrutamos en Notre Dame. Por eso son edificios diferentes y ni el lujo de los palacios ni la belleza útil y perfecta de la mejor ingeniería nos causa una emoción similar, tan profunda.
Y por eso, porque inconscientemente sabemos que en esas montañas de piedra está parte de lo mejor que hemos sido, las imágenes de Notre Dame en llamas nos causaron a tantos una cierta conmoción y una pena cierta, más allá de la afectación dramática de tantos que disfrutan del sentimentalismo impúdico y obligatorio de esta sociedad bobalicona.
Finalmente, por eso cuando dentro de unos años sobre el techo de Notre Dame se vuelva a levantar orgullosa la aguja que vimos derrumbarse este lunes, todos sentiremos que nos han devuelto algo nuestro, seamos franceses o no, seamos creyentes o no, simplemente porque somos humanos, descendientes de aquellos que pusieron lo mejor de sí mismos para elevar no sólo las altas paredes de piedra, sino también los espíritus.