Llevamos varios días todos hablando de Tabarnia, la ficticia pero cada vez más real región secesionista de Cataluña que algunos están promoviendo para, medio en broma medio en serio, desgajar parte de las provincias de Barcelona y Tarragona y formar una nueva comunidad autónoma en previsión de que el actual desafío secesionista se mantenga.
Aunque la idea llevaba algún tiempo rondando por internet, ha sido tras las elecciones del 21-D cuando ha explotado, y lo ha hecho con rotundidad: trending topic mundial en Twitter, menciones de destacados políticos separatistas y unionistas y portadas en los periódicos de España y, ahí es nada, de medio mundo.
Está siendo sin duda la campaña más exitosa jamás lanzada contra el nacionalismo catalán y lo está siendo por varias razones, entre ellas porque a nadie se le había ocurrido hasta ahora una herramienta tan eficaz para poner a los separatistas ante sus propias contradicciones, ante la inanidad intelectual de sus argumentos, ante su miseria moral.
Todo ha quedado retratado de forma tan hilarante como sublime: las falsas balanzas fiscales, el supremacismo racista y clasista, el victimismo perpetuo, las mentiras sobre la historia, las trampas legales…
La reacción histérica de tantos separatistas mientras la gente se estaba descojonando de ellos ha sido la mejor prueba de la escasísima finezza intelectual de los que llevan años presumiendo de ser lo más granado de las democracias europeas. Dicho de otra forma: han quedado como los mendrugos que son.
Pero hay además otra razón que también ha tenido su importancia en el éxito de Tabarnia: que, por muy ficticia y humorística que sea la propuesta, la realidad es que esa comunidad autónoma con las partes más vitales de la actual Cataluña resulta atractiva; esa idea de una región que podría ser lo que el separatismo ramplón no ha dejado ser a la Cataluña democrática gusta. Porque ese oasis en las zonas menos infectadas por el virus del nacionalismo es una propuesta que, medio en broma medio en serio, promete a los tabarneses una libertad de la que ya hace tiempo que no disfrutan los catalanes, a los que siempre hay alguien dispuesto a decirles cómo tienen que hablar, qué tienen que pensar, qué símbolos han que sentir como propios, cómo deben educar a sus hijos, en qué idioma pueden rotular sus establecimientos, qué televisiones han de ver y qué periódicos tienen que leer...
Y resulta que aún somos bastantes los que, dentro o fuera de Cataluña, queremos seguir siendo libres y nos gusta la promesa de libertad que vemos en esa Tabarnia que, además, será inventada, sí, pero es mucho más divertida que esa República Catalana que al fin y al cabo también se han inventado.