Nos guste más o menos ese papel, estemos o no de acuerdo con todo, parte o nada del fondo de lo que ha significado, el rock lleva más o menos desde los tiempos de Elvis Presley siendo una fuerza contestataria en las sociedades occidentales.
No todos y no siempre, pero las grandes estrellas de la música popular han pasado décadas criticando con más o menos acierto las normas establecidas, además de rompiéndolas, comportándose de manera excéntrica o directamente autodestructiva, atacando al poder y a los poderosos con sus letras, su forma de vestir, su música y, en no pocas ocasiones, sus declaraciones.
Y si esto era verdad en el mundo de la música popular en general, probablemente aún lo era más en el de eso que podríamos llamar rock duro y en las 1.001 variantes del heavy metal. Ahí había que ser aún más malote, más radical, más bestia y más antitodo, porque esas fueron las bandas, las canciones y la estética de los más desfavorecidos, la música de las barriadas modestas e industriales, de los que se enfrentaban a los pijos.
Otra cosa es que el capitalismo, que es el verdadero melting pot, lograse meter todo eso en la batidora y que resultase otra forma más de negocio –y muy lucrativa, por cierto–, pero ahí estaban esas actitudes, esas canciones, esa forma de ponerlo todo en cuestión que ha sido sin duda una de las claves culturales de Occidente en, digamos, las últimas cinco décadas y en la que esos tíos con guitarras contundentes, melenas desordenadas y pantalones apretados llevaban, nunca mejor dicho, la voz cantante.
Sin embargo, ha sido tal el éxito de esta revolución contracultural que ahora lo realmente contestatario en el mundo de la música es defender valores más tradicionales y, sobre todo, plantarse frente al caudaloso río de la corrección política y expresar otras opiniones. Hoy en día –y no entro en el fondo de la cuestión– es un valiente el que se declara en contra de la inmigración ilegal, mientras que los que sostienen las pancartas de welcome refugees son unos cómodos y, permítame el término roquero, unas nenazas.
El Sherpa, con sus declaraciones a favor de Vox y contra Podemos, es el rebelde, el que critica a los poderosos –literalmente: se mete con los que están en el Gobierno– y el que tiene la actitud que tuvo el rock durante la mayor y mejor parte de su historia. Del otro lado, los miembros de Obús, que se niegan a tocar con él porque ay ay ay el fascismo, son títeres del poder, esbirros de políticos, burgueses cómodamente instalados en la corriente mayoritaria y, en resumen, unos vendidos y unos cagaos, incapaces ya no de defender sino siquiera de respetar la libertad de su colega para decir lo que de le dé la gana, estén de acuerdo o no.
La cultura de la cancelación está viviendo con el Sherpa uno de sus episodios más lamentables en España, la misma España que ha tenido grupos que apoyaban a ETA o a Terra Lliure: esa en la que la libertad de expresión de Hasél o Valtònyc es sagrada, ahora quiere echar del negocio a un tío que, nos guste o no lo que dice porque eso es secundario, por el momento no ha incumplido ningún artículo del Código Penal. Una vergüenza.
Lo acojonante será ver a los miembros de Obús en su próximo concierto haciendo de metaleros y rebeldes, cuando ellos y todos los demás que están en una auténtica cacería contra Sherpa son patéticas correas de transmisión directas del poder. ¿Heavy metal? ¿Rock duro? No hombre, lo vuestro es rock blando, muy blandito, un obús que más que estallar da risa… y pena.