Dos años dos ha necesitado Rajoy para colocar al frente del PP andaluz a un perfecto desconocido. Bueno, colocarlo todavía no, pues falta cumplir el trámite del Congreso, pero una vez ungido por el sacro dedo monclovita –sí, ese mismo que no existía, según María Dolores de Cospedal– no hay muchas dudas de que será democráticamente elegido, sobre todo si tenemos en cuenta que los congresos regionales del PP son capaces de elegir a próceres como Alicia Sánchez Camacho. A partir de ahí, cualquier cosa.
Rajoy, el maestro en el manejo de los tiempos, ha maestrado en esta ocasión durante casi 700 días, unas 100 semanas, para acabar depositando su bendición sobre un joven de más de 40 años que se ha fogueado como apparatchik desde su más tierna adolescencia y que ha alcanzado cotas como presidir NNGG o ser secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad. Repito: Igualdad.
Desconozco las virtudes personales y políticas de Manuel Moreno Bonilla, lo que sería un problema mío si no fuese porque lo mismo le ocurre a la inmensa mayoría de los andaluces que se supone que tienen que votarle. El problema es, por tanto, del PP y del propio Moreno Bonilla, al que se le va a quedar una carita de eterno opositor como la de su padrino Javier Arenas.
Pero lo peor no es el nombre del elegido, sino el disparatado proceso de los populares para decidirlo, por llamar proceso a la deposición del megalíder. Se podría haber apostado por un desconocido más o menos joven para liderar el partido, pero siempre después de una elección democrática –llámese primarias o congreso abierto– y de una campaña que diese a conocer no a una sino a varias personas y que le hubiese dado al nuevo dirigente la oportunidad de ganarse la confianza de, al menos, los militantes populares.
El método, eso sí, tendría un problema: que en ese caso al elegido igual le daba por pensar que no le debía su puesto –y por tanto su fidelidad perruna– al supremo líder, sino a los militantes o incluso a los votantes. Y eso es peligroso.
Rajoy ha vuelto a elegir, pero no lo ha hecho entre Manuel Moreno Bonilla y José Luis Sanz o cualquier otro candidato; ha elegido entre la posibilidad de ganar unas elecciones en Andalucía o asegurarse aún más su puesto generando más lealtades incondicionales, más líderes de segunda que le deban todo al amo.
No debe sorprendernos, pues el presidente lleva años sacrificándolo todo a mayor gloria de su propia supervivencia política. O si no todo, al menos dos cosas: el partido que fue y podría seguir siendo el PP, y que no lo es porque Rajoy no ha querido; y España, que podría ser distinta, mejor, menos endeudada y con un sector público ajustado a su capacidad, en lugar de esta monstruosidad recaudadora de impuestos y generadora de parados que sufrimos.
Como Nerón, Rajoy contempla a su partido y su país ardiendo, pero en lugar de tocar la lira se enciende un puro... y elige a un candidato. Luego, eso sí, cuando todo sea un desastre no echará la culpa a los cristianos, que para eso ya están los fachas o los liberales.