La frase clave del discurso de despedida de Mariano Rajoy la ha pronunciado cuando justificaba su decisión con que su tardía dimisión es "lo mejor para mí y para el PP". Rápidamente ha rectificado: "Dicho de otra manera: para el PP, para mí y para España". España, incluso después de rectificar, en el último lugar.
Es obvio que estas palabras y el orden en pronunciarlas son un lapsus, pero como tal no puede ser más significativo, además de coherente –y esto es lo más lamentable– con la trayectoria de un presidente que siempre ha antepuesto su propia supervivencia política y el interés electoral a corto plazo del partido a otras consideraciones y, desde luego, a las necesidades del país.
Y es coherente también con lo que ocurrió la semana pasada y con esta dimisión diferida que no ha servido para que Rajoy hiciese un último servicio a la patria: evitar la tragedia que es, según el propio expresidente del Gobierno, la llegada de Sánchez a la Moncloa de la mano de separatistas catalanes y bildutarras.
El resultado de este patrón de actuación es bastante claro: Rajoy ha sido el máximo responsable del PP durante más de 14 años, y ha estado en Moncloa casi la mitad de ellos. No está nada mal para un hombre que fue elegido por Aznar, precisamente, por ser el menos carismático –y, por tanto, problemático– de sus posibles sucesores.
El partido, por el contrario, no parece en su mejor momento: sólo 134 diputados en el Parlamento –veinte menos que después de perder las elecciones de 2008–; con su poder autonómico reducido a tres comunidades, en dos de las cuales depende de Ciudadanos; sin alcaldías en grandes ciudades, con la única excepción de Málaga; con una dirección en la que prácticamente ha desaparecido cualquier atisbo de talento; y, sobre todo, sin un mínimo discurso político e ideológico que permita a los ciudadanos distinguir al PP de cualquier otro partido socialdemócrata.
Y, desde luego, tampoco parece que España esté muy bien gracias a los desvelos de Rajoy. Es cierto que la situación económica ha mejorado mucho respecto a 2011, aunque el coste de la recuperación y la solidez de la misma sean más que discutibles; sin embargo, la situación en todo lo demás es pésima: el problema separatista ha crecido hasta dejarnos al borde de la disgregación, la cicatriz social abierta por Zapatero está lejos de cerrarse, el populismo ha tomado la política y el panorama mediático es peor que nunca para los que defendemos la libertad y España, que hoy como ayer son casi sinónimos.
Ese es el verdadero balance de un hombre que, él lo ha dicho en el que debía ser el momento más solemne de su despedida, primero pensaba en sí mismo, luego en su partido y más tarde, si acaso, en España.
Y así lo recordaremos los españoles.