La universidad en la que ha estudiado, y en la que en muchos casos da clase la-generación-mejor-preparada-de-la-historia, sigue año tras año haciendo el ridículo en los rankings internacionales. Este lunes lo ha vuelto a hacer, en uno de los más prestigiosos.
Ni una universidad española entre las 150 mejores, sólo una entre las 200 y otras, como la conocida Complutense, que ya estaba mal y que aún está peor, no consigue ser siquiera una de las 300 mejores. Datos propios de un país del Tercer Mundo, en suma, en una España que presume de que todo el que lo quiere puede tener un título universitario.
Es la constatación del fracaso de un modelo educativo que saca lo peor de sí mismo en la educación superior, pero cuyos problemas no se circunscriben a la universidad: en España se mina la cultura del esfuerzo desde las etapas más tempranas de la escolarización, y durante todas ellas se menosprecia a los que destacan, se procura la uniformidad y se trata a los estudiantes no como los niños que efectivamente son sino como si fueran a serlo durante toda su vida.
Pero, por supuesto, estos contundentes listados no harán que alguien en algún lugar importante piense que hay que cambiar algo: sólo servirán para pedir “más medios”, es decir, más dinero, y más becas y más profesores y más alumnos que arrastren su ignorancia por los pasillos y las aulas. Como si no llevásemos décadas dando “más medios” a una educación que cada día es peor.
Nadie se va plantear que lo que nos impide tener universidades de élite es, precisamente, ese empeño en que las facultades den cabida a cuantos más docentes y más alumnos, mejor. Y por supuesto no me refiero a una limitación económica: cuando una universidad es verdaderamente puntera, el coste en euros no tiene mayor importancia: las barreras de verdad son el talento y el esfuerzo.
La universidad española, en definitiva, ha decidido no ser para una élite intelectual; ha preferido que todo el mundo pueda estudiar en ella y tener así cientos de facultades y miles de departamentos, de plazas de adjunto y de proyectos científicos que repartir, en plan bicoca; ha descubierto que las facultades pueden ser lugares maravillosos en los que se trabaje muy poco y se viva muy bien. Y resultado es el que es: que nos gastamos miles de millones en tener una educación superior propia del África Subsahariana.
Pero lo que ya es rocambolesco es ver a algunos de los protagonistas máximos de este desastre salir de las aulas no para pedirnos perdón entre llanto y crujir de dientes, sino para decirnos cómo tenemos que gestionar el país y soltarnos rollos sobre la economía del conocimiento, el i-más-de-más-í y lo terrible que es ser un “país de camareros”.
Oiga, tengan un poco de respeto, que por lo menos en bares, restaurantes y turismo sí somos potencia mundial, no como en educación universitaria.