Hubo un tiempo en el que la dignidad consistía en hacer las cosas por uno mismo, apurando el esfuerzo, sobreponiéndose a las dificultades; un tiempo –no tan lejano aunque parezca que fue hace mucho– en el que la dignidad era orgullosa, y pasaba por no pedir favores y ya no digamos dinero.
Ideas que vistas desde la actualidad de estos días parecen muy anticuadas, de otro siglo. Y es que probablemente lo son, por desgracia hoy la dignidad se mide en parámetros que me resultan sorprendentes: la posibilidad de endeudarse, de no pagar las deudas contraídas, de gastar más de lo que se tiene o, por poner otro ejemplo, de seguir pillando subsidios y subvenciones, merecidos o no, necesarios o no.
La dignidad de Grecia o del pueblo griego es carne de noticiario y tertulia en estos días, un asunto del que se habla como si alguien se la hubiese expropiado a los helenos, como si alguien les hubiese obligado a pedir dinero, como si un ente extranjero y superpoderoso –algo así cómo una Merkel enfurecida– les exigiese que gasten más de lo que tienen y que lo hagan año tras año, lustro tras lustro, década tras década.
Hay algo de cierto en ello: a los griegos les han convencido de que su dignidad depende del dinero que gaste su Estado, y les han dicho que pueden ser independientes a cuenta el dinero de los demás. Ambas cosas son mentira o, al menos, lo eran hace tiempo, cuando la dignidad consistía sobre todo en ser dignos con nuestro dinero, mucho o poco, pero nuestro.
La dignidad de Grecia la han expropiado, sí, pero ni Merkel ni la Troika ni el FMI: lo han hecho sus propios políticos y lo han hecho con el voto de los griegos, en muchas elecciones y ahora también en un esperpéntico referéndum convocado, eso sí, sin las mínimas garantías democráticas.
Quizá, sólo quizá, lo que les ha pasado a los griegos es lo lógico cuando en lugar de ser digno te sientas a esperar a que papá Estado te haga digno. Pero esto deben de ser manías mías, ideas viejas, del siglo pasado.
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