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Carmelo Jordá

Hambre de más Aznar

Querían más y lo querían más duro, pero este lunes Aznar había asumido el papel de hombre de Estado.

Coches oficiales, policías, guardaespaldas, cámaras, unidades móviles… ya desde el exterior del hotel Eurobuilding en el que se celebraba la esperadísima conferencia de José María Aznar se podía palpar el ambiente de expectación máxima, el aire de una de esas tardes, como el famoso concierto de los Beatles en Las Ventas o las faenas gloriosas de José Tomás, en las que los que recuerdan haber estado allí triplican o cuadruplican el aforo real.

La enorme sala del hotel, cuatro o cinco veces el espacio en que el club Siglo XXI suele celebrar sus actos, se llenaba por minutos antes de que llegasen los protagonistas y empezase la conferencia, mientras una nube de fotógrafos y cámaras esperaba pacientemente la llegada de Aznar, entre los rumores sobre quién lo acompañaría.

Mientras tanto, una buena representación del PP esperaba en el interior, con caras que a día de hoy son poco más que un recuerdo y otras, quizá alguna menos, que siguen siendo material de portada.

Finalmente aparecieron: a través de un pasillo muy largo y lejano, un impactante grupo se dirigía a la sala, a su cabeza él y, sobre todo, ella: la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, acompañaba a Aznar hasta el mismo interior de la sala, para deleite de los fotógrafos. Junto a ellos el ministro de Industria, José Manuel Soria; la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, cómo no; y el anfitrión, Eduardo Zaplana, presidente del club Siglo XXI.

La imagen no era fruto del azar, y a estas horas seguramente se está especulando más sobre lo que quería decir la presencia de la vicepresidenta y las ausencias de otros, de casi todos los demás.

Aznar empezó su discurso tras una breve presentación de Zaplana y el silencio cayó como una espesa niebla sobre la repleta sala: siguiendo una línea cronológica, el expresidente habló de la Transición, de sus virtudes y después de sus defectos, y ahí empezó lo que todos esperaban.

La vicepresidenta escuchaba atentamente, el ministro de Industria ponía la cara más de atención de la que era capaz –de hecho, era la cara más de atención de la que nadie sería capaz–, y el auditorio estaba tan absorto que ni siquiera se acordaba de aplaudir.

Sin aplausos, pero porque tampoco Aznar trataba de provocarlos, un orador con su experiencia sabe que sólo con un par de inflexiones de la voz en el momento adecuado basta para que un grupo de fieles se parta las manos. Pero quién sabe si, por evitar herir las susceptibilidades presentes, o si por ofrecer una imagen más serena, más presidencial, el caso es que el expresidente dijo todo lo que tenía que decir pero sin aspavientos, sin dar pie a que el público se pusiese en pie.

Sí lo hicieron todos, cómo no, cuando terminó el discurso, mientras el protagonista de la tarde noche bajaba del estrado para recibir el saludo de Zaplana y los besos de su esposa y de Soraya Sáenz de Santamaría, que acto seguido abandonaba la sala a toda prisa, como si en el fondo pensase que no dejaba de ser una intrusa, o como si hubiese decidido seguir los consejos de Gabilondo y partir rauda al cuidado de su retoño.

Los demás, los que se quedaron, trataban de acercarse al líder, al que todavía sienten que es su líder, y le saludaban sonrientes o le pedían una foto.

Poco a poco el público iba saliendo, satisfecho, orgulloso del buen discurso, pero con una cierta nostalgia y algo de hambre. Querían más y lo querían más duro, pero este lunes Aznar había asumido el papel de hombre de Estado, y, quizá porque casi todo estaba dicho ya y había menos espacio a la sorpresa, el respetable entendió que la faena había sido de dos orejas, pero no de rabo.

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