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Carmelo Jordá

España, paraíso de las prohibiciones

En general somos una sociedad con serias dificultades para respetar la autoridad y la ley.

En algunas playas de la costa gaditana están prohibidas cosas como jugar a la pelota, jugar con palas o volar cometas. Ojo, no es que esté prohibido hacerlo en determinado puntos o en ciertas circunstancias, está terminantemente prohibido en toda la playa, a cualquier hora, sin excusas.

Por supuesto, estas tajantes órdenes municipales no se cumplen: la gente patea pelotas y balones en cualquier punto de las playas, vuela cometas si el levante no es demasiado fuerte y juega con las palas con toda la tranquilidad.

Como en todo, unos lo hacen con más educación y otros con menos, pero nadie parece quejarse demasiado por la cuestión y, sobre todo, nadie impide que las prohibidas actividades sigan desarrollando.

No les cuento todo esto por añoranza de mis ya finiquitadas vacaciones, sino porque me parece un excelente ejemplo de una de las aficiones que actualmente tienen los españoles, y especialmente los políticos, que son los que tienen las decenas de boletines oficiales por el mango: prohibir.

La maraña de prohibiciones crece a nuestro alrededor, como no podía ser de otra forma dada la hiperactividad legislativa que sufrimos: para poder hacer 13.000 leyes al año tienes que prohibir mucho y no precisamente bien.

Además, y cómo no podría ser de otra forma, el acumular limitaciones arbitrarias y en muchas ocasiones estúpidas sólo sirve para desmotar aún más el escaso respeto que tenemos los españoles por las normas. El de las playas que les comentaba antes es un buen ejemplo, otro excelente son los límites de velocidad impuestos en calles y carreteras, que nadie respeta porque lo cierto es que no son respetables.

Y hay más, algunos seguro que menos simpáticos para ustedes: las manifestaciones que se convocan y se celebran sin seguir los trámites legales, las múltiples trampas para esquivar o dejar de pagar impuestos, los lugares en los que se fuma, los cambios en los planes urbanísticos o las sospechosamente generosas donaciones a los partidos políticos…

El asunto tiene otra derivada: como es imposible vigilar que todas normas se cumplan todo el tiempo, se crean espacios en los que la aplicación de la ley es arbitraria y depende de la voluntad, la saña o la profesionalidad del policía o el funcionario. No es, desde luego, una perspectiva muy atractiva para eso que llaman Estado de Derecho.

En general somos una sociedad con serias dificultades para respetar la autoridad y la ley, pero lo cierto es que buena parte de ese problema nace de que, si todos siguiésemos al pie de la letra los miles normas, reglamentos o bandos municipales que se nos pretenden imponer en unas horas provocaríamos un auténtico caos: la realidad no está preparada para el afán legislativo de los políticos –y los ciudadanos, todo hay que decirlo– españoles.

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