La aparente ausencia de violencia, sus muchos años avanzando como de tapadillo y unos medios entregados desde el minuto uno, cuando no directamente comprados, han servido al independentismo catalán para labrarse un prestigio increíble no sólo entre la izquierda en la propia Cataluña, y entre determinados sectores de las provincias a las que quiere extender su imperi, sino incluso entre buena parte del progresismo en el resto de España.
Lo cierto es que casi todos hemos sido víctimas en mayor o menor medida de la que podría ser nombrada la mejor campaña publicitaria a largo plazo de la historia: esa que nos decía lo moderna y maravillosa que es Cataluña, lo distinta que es del resto de España, lo graciosos y cultos que son sus cómicos, lo estupendos que son sus periodistas, lo listos que son sus votantes… Y así con casi todo.
Era difícil resistirse… al menos hasta que constatamos fehacientemente que el Oasis era la charca en la que marraneaba la familia Pujol prácticamente al completo, que el hecho diferencial sólo es un cuento para niños basado en cuatro tradiciones menores, que ya no quedan cómicos como Eugenio y que los periodistas, si exceptuamos algunos como Pablo Planas y sus maravillosas crónicas del procés, son como mínimo bastante mejorables.
Sin embargo, pese a la caída del castillo de naipes propagandístico, los hay que siguen inasequibles al desaliento y cada día son más furiosamente partidarios de esa Cataluña ficticia, sí, pero sobre todo republicana e independiente. Son lo que podríamos llamar el tonto –y la tonta, que de todo hay– útil español e independentista, en la mayor parte de los casos fascinantes ejemplos de un extraño síndrome de Estocolmo que les lleva a admirar a aquellos que, más en la superficie que en el fondo, en realidad les desprecian.
El tonto útil español e independentista cree que la Cataluña independiente le va a ayudar a librarse de esa España a la que odia por no ser lo suficientemente roja, por ser demasiado española y, sobre todo, porque ser un país tan paleto como para no haber reconocido su inmenso talento como actor, pensador, escritor, político o lo que cada uno sea, razón última de la mayor parte de ese rencor.
Por suerte para ellos, lo más probable es que nunca llegue el día en el que tengan que descubrir que sus amigos independentistas sólo se servían de ellos como de mascotas, graciosas curiosidades de feria a las que, si alguna vez se llegase a la independencia, abandonarían en la cuneta ante la constatación de que seguirían siendo tontos y seguirían siendo españoles, pero habrían dejado de ser útiles.