Nada puede hablar mejor de Trump como presidente de los Estados Unidos que el hecho de que los artistas le estén dando la espalda y se nieguen a participar en su toma de posesión: allí donde los artistas revolotean alrededor de un mandatario, pueden ustedes estar seguros de que habrá una gestión lamentable, probablemente radical y, eso sí, muy de cara a la galería.
Desde luego, ese panorama libre de estrellas tampoco es garantía de que Trump no vaya a ser el patán que se empeña en parecer; pero que no te cante Beyoncé y que te critiquen Meryl Streep y Robert De Niro no deja de ser un buen comienzo.
No se me enfaden los artistas por generalizar, ya sé que alguno hay que no es políticamente imbécil, como algunos periodistas decentes hay también y no por eso mi opinión sobre el gremio al que pertenezco deja de ser pésima. Pero la mayoría, o al menos la corriente dominante, es la que es: gente que desde el púlpito de sus millones se permite dar lecciones sobre una materia sobre la que habitualmente no tienen ni idea.
La culpa, justo es reconocerlo, tampoco es toda suya: la tenemos el público en general y los periodistas en particular, que consideramos, por alguna razón misteriosa que se me escapa, que lo que diga sobre política alguien que sabe actuar bien, o que tiene buena voz, o que es capaz de dirigir una película –tareas todas dignísimas–, es de alguna relevancia e interés.
Pero yo me pregunto: ¿por qué los artistas sí y los que fabrican pipas, los enólogos o los veterinarios no? ¿Qué nos garantiza que los ilustres Bardem tienen más criterio sobre cómo debe gestionarse la cosa pública que un honesto fabricante de quesos? ¿Por qué si entrevistamos a alguien sobre una película o un disco acabamos preguntándole por Rajoy, por Bárcenas o por si la gente está indignada o deja de estarlo? ¿Cómo es que lo que los artistas –sobre el uso que se hace de esta palabra tendríamos que escribir otra columna completa– palpan en el ambiente es más cierto que lo que palpan los tenderos y los conductores de autobús, que además esos sí que están en la calle?
La realidad es que ninguna de esas profesiones da a los que la ejercen una primacía intelectual, y ya no digamos moral, por la que el resto de la sociedad deba prestarles una atención mayor. La realidad es que si escuchamos más –y de más– a actores, músicos, cantantes y demás titiriteros es porque suelen ser más guapos y mucho más ricos que la media, no porque sean más listos ni, por supuesto, mejores.