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Carmelo Jordá

Al trilero Iglesias ya no le salen los timos

Teresa Rodríguez le ha retratado como un personaje inmaduro, no muy trabajador y presa de sus más bajas pasiones.

Teresa Rodríguez le ha retratado como un personaje inmaduro, no muy trabajador y presa de sus más bajas pasiones.
Pablo Iglesias. | EFE

En su mente es la última gran batalla contra el fascismo, pero a ojos de todos los demás el arriesgado y extraño salto de Iglesias a la contienda electoral de Madrid es un relato con bastante menos épica que, eso sí, nos está sirviendo mucho para conocer más a la persona real –y, sobre todo, sus muchas limitaciones– bajo el personaje del aguerrido revolucionario.  

Con la contundencia que sólo puede dar la cuña de la misma madera, la que ha emitido una sentencia más severa y justa ha sido su antigua compañera Teresa Rodríguez, que ha retratado a un personaje inmaduro, no muy trabajador y presa de sus más bajas pasiones.

Bien, tampoco es que nos sorprenda demasiado, al menos no a los que llevamos años escuchando a Federico Jiménez Losantos explicar cómo en el líder de Podemos se dan características típicas de los tiranos comunistas, el "niño mimado" que se encuentra también en la infancia de Lenin o el Che, que no soporta que le lleven la contraria y no salirse siempre con la suya.

En cualquier caso, hay que reconocer que la apuesta de Iglesias es osada, pero desde mi punto de vista es sobre todo desesperada: Unidas Podemos estaba a las puertas de la desaparición institucional en Madrid –recordemos que ya están fuera del Ayuntamiento de la capital–, y la imagen de que su partido quedase fuera de la Asamblea y el de Errejón cómodamente instalado dentro era más de lo que se podía permitir.

Iglesias se la juega a una carta, sí, pero es que ya se la jugaba y, a pesar de la retórica de la que quiere revestirla, la apuesta deja clara una cosa: a día de hoy no queda nada en el partido excepto él mismo, no hay nadie que pueda presentarse a unas elecciones con un mínimo de opciones, Unidas Podemos es un erial, concretamente el erial que el propio Iglesias ha creado arrasando cualquier asomo ya no de disidencia, sino de mera inteligencia. 

Por último, pero no menos importante, el salto a la política regional del todavía vicepresidente le ha proporcionado ya una primera y dolorosa lección sobre su situación real y, parafraseando a Gramsci, sobre la actual correlación de fuerzas: con el estilo chulesco y matón que le caracteriza, Iglesias ofreció a Más Madrid y Errejón un pacto que era el timo más gordo dado en Madrid desde que los trileros desaparecieron de la Gran Vía. Una lista conjunta generosamente ofrecida por el partido que tenía un 5% de los votos al que tenía un 15%, del que estaba por desaparecer al que estaba tan ricamente, del desesperado al que tenía poco o nada que perder.

En otro tiempo, no hace tanto, Iglesias habría podido imponer el engaño, habría tenido la fuerza mediática y política para que a Errejón no le quedase más remedio que aceptar. Pero ahora al trilero ya no le salen los timos, esa es su fuerza real: ser poco más que el cuarto o quinto partido de Madrid, es decir, nada.

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