Raúl Castro viajó al Vaticano y se encontró con el papa Francisco. La conversación, a puerta cerrada, aparentemente fue muy satisfactoria para el dictador cubano. Si el papa seguía por ese camino, "yo volveré a rezar y volveré a la Iglesia", declaró. Al fin y al cabo –agregó–, "siempre estuve en escuelas de jesuitas".
Pese a esa oportunista promesa de recuperación de la fe, en realidad se trataba de la reunión entre dos jefes de Estado, no entre correligionarios.
Raúl es el presidente de una nación comunista –una de las pocas que quedan en el mundo–, y el papa, al margen de su condición de cabeza del catolicismo, es el monarca de un minúsculo Estado cuya independencia fue reconocida por Benito Mussolini. Desde el punto de vista político, no hay duda de que se trata de dos fenómenos excéntricos diferentes, pero con algún parecido formal.
El papa, en su condición de jefe de Estado, es una especie de rey dotado de poderes absolutos, elegido por un pequeño número de cardenales, todos ellos varones célibes, generalmente de edad madura. Raúl, impuesto por su hermano Fidel, es un presidente, también provisto de poderes absolutos, supuestamente seleccionado por el Consejo de Estado, un minúsculo grupo de diputados compuesto en gran medida por militares pertenecientes a la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuyos miembros son escogidos en unos comicios de partido único.
En rigor, la autoridad que ostentan los dos jefes de Estado nada tiene que ver con los procesos plurales y abiertos de la democracia liberal. Ello acaso explica la tradicional frigidez del Vaticano ante la falta de libertades. Por eso Roma pudo firmar concordatos con la España de Franco en 1953, o con el sanguinario Trujillo de la República Dominicana en 1954. A ninguno de estos dos países el papa Pío XII les exigió un cambio de conducta para firmar acuerdos. Los objetivos de la Iglesia eran de otra índole.
¿Cuáles son esos objetivos? Concretamente, la Iglesia católica se dedica a tres funciones básicas: difundir el evangelio, educar y participar activa y públicamente en el debate moral de la sociedad. A todo ello agrega un claro énfasis en el ejercicio masivo de la caridad, actividad que funciona como la gran misión terrenal de la institución y como un cohesivo que la mantiene unida.
Las tres tareas están íntimamente ligadas, pero para desarrollar cualquiera de ellas la Iglesia necesita, cuando menos, la neutralidad del Estado, lo que tradicionalmente la inclina a sostener una actitud complaciente con el poder, surgida desde el siglo IV, tras el Edicto de Tesalónica, dictado por el emperador Teodosio –el iniciador del cesaropapismo–, acto que transformó a la Iglesia de perseguida ocasional en perseguidora frecuente y le concedió un inmenso poder político sobre la cristiandad.
Desde entonces, la Iglesia ha sido el Estado, parte del Estado, o se ha colocado junto al Estado, a veces en labores viles, como las tareas inquisitoriales, o a veces en actitudes valiosas, como cuando fundó universidades, pero casi nunca se ha enfrentado al Estado, aunque éste sea manifiestamente criminal. No es su talante. Su reino, dice, no es de este mundo.
Es cierto que el papa Francisco tiene la buena intención de ayudar a los cubanos a solucionar muchos de sus problemas materiales, pero, a juzgar por el júbilo con que Raúl Castro ha acogido su mediación y respaldo, el régimen de La Habana ve esa conducta de la Santa Sede como un factor muy ventajoso para su proyecto político de consolidar una dictadura neocomunista de partido único y economía mixta, variante del experimento chino, pero aún más conservadora.
Es posible que a la jerarquía de la Iglesia en Roma (o al cardenal Jaime Ortega en Cuba), pese a no ser marxista, arrastrada por esa tradición cesaropapista, no le preocupe excesivamente el fortalecimiento en la Isla de un modelo neocomunista dentro de la cuerda ideológica china, pero me temo que puede afectar muy negativamente a quienes aspiran a un cambio democrático en el país similar al que ocurrió en Europa del Este.
En efecto, esos cubanos que quieren una transición a la democracia liberal, y no a una dictadura capitalista de partido único como la que hay en China o en Vietnam, se sienten profundamente defraudados. No aspiran a una dictadura con rascacielos, sino a una sociedad en la que se respeten los derechos humanos y las libertades individuales, convencidos de que ésa, además, es la mejor receta para disminuir la pobreza y alcanzar la prosperidad.
Al papa, en cambio, un destino chino para los cubanos parece contentarlo. Su reino, al fin y al cabo, no es de este mundo. Para quienes tienen que vivir en el otro, en el real, esto no es un consuelo, sino una irresponsabilidad total de la Iglesia.