El señor Donald Trump asegura que bajo su presidencia Estados Unidos volverá a ser un país extraordinario.
Tan pronto triunfe en los comicios, afirma, recuperará los puestos de trabajo que, según él, se han trasladado a Asia o a México. Los inmigrantes ilegales y los terroristas no podrán franquear los muros erigidos en las fronteras. Las fuerzas armadas de su país serán otra vez imbatibles. Pulverizará a los enemigos islamistas. Los aliados tendrán que pagar al Gobierno federal por la presencia de tropas norteamericanas que impiden las invasiones extranjeras. Pondrá todo su peso como negociador experto en terminar o modificar los tratados de libre comercio que no favorezcan a Estados Unidos. El resto del planeta, en consecuencia, comenzará de nuevo a respetar y a admirar a su patria.
Se trata de un mensaje electoral efectivo, pero falso, con ciertos elementos de paranoia que pueden resultar contraproducentes. Stephen D. Reicher y S. Alexander Haslam (Scientific American Mind) advierten de que no hay mayor estímulo al reclutamiento de terroristas islamistas que amenazarlos con el exterminio. No obstante, el discurso de Trump conecta con esa parte sustancial del censo que sostiene una visión pesimista de la realidad social y económica de Estados Unidos. Ocurre, sin embargo, que es una percepción equivocada.
La verdad es que Estados Unidos, pese a los problemas que presenta, y a las numerosas patologías sociales que exhibe, inevitables en una nación diversa y democrática de 323 millones de habitantes procedentes de todas las culturas, etnias y orígenes, es la primera e indiscutible potencia del mundo. No hay ninguna nación del planeta que, por ahora, le dispute la hegemonía.
En el 2016 su PIB está muy cerca de los 19 billones (trillions en inglés). Es el primero del mundo. Con menos del 5% de la población mundial, el país produce el 20% de los bienes y servicios que se generan en la Tierra, y su productividad es cinco veces mayor que la china.
El 86% de las transacciones internacionales se realizan en dólares. El dólar es la divisa más importante que existe, y una moneda-refugio en épocas turbulentas (como ahora). El índice de desempleo, en torno al 4,7%, es de los más bajos del mundo desarrollado, y si bien es cierto que se han destruido empleos industriales, han sido sustituidos por formas más apacibles y creativas de ganarse la vida en el sector de los servicios y en la llamada economía de la información.
Diecisiete de las 20 mejores universidades del planeta son norteamericanas. Es la sociedad, con mucho, que patenta más hallazgos científicos y técnicos. El inglés es la lengua franca de la humanidad. El resto de las naciones imitan, fundamentalmente, a Estados Unidos. Visten como los estadounidenses. Se curan las enfermedades como ellos. Componen música como ellos. Bailan como ellos. Ven sus películas, leen sus libros, hacen sus carreteras, hospitales, aeropuertos, casi todo, como ellos.
Las Fuerzas Armadas norteamericanas disponen de un presupuesto que excede los 600.000 millones de dólares. Más que todos sus enemigos potenciales combinados: China, Rusia, Corea del Norte, Irán y Venezuela. Su potencial capacidad destructiva es asombrosa. Ese aparato bélico no sólo es militarmente temido por el resto de las naciones, sino probablemente contribuye a la admiración que despierta el país.
Según la empresa The Anholt-GfK Roper Nation Brand Index, que encuesta seriamente el nivel de afecto que internacionalmente despiertan las cincuenta naciones más importantes del mundo, Estados Unidos está a la cabeza de todas. En 2014, por primera vez, fue Alemania, pero en el 2015 Estados Unidos recuperó la primacía.
Agréguesele a este cuadro la solidez institucional norteamericana. Hace pocas fechas la Declaración de Independencia cumplió 240 años. El país ha tenido presidentes extraordinarios y personajillos lamentables; periodos brillantes y mediocres; recesiones y ciclos de crecimiento; esclavos, hombres libres y libertos; legisladores venales y probos; jueces estupendos e idiotas; etapas de guerras y de paz; mujeres subyugadas y otras que han conquistado su espacio social valientemente; minorías silenciosas y aguerridas. Pero todas estas transformaciones y confrontaciones, algunas verdaderamente revolucionarias, han sucedido sin que se interrumpiera la ordenada transmisión de la autoridad, dentro de una legalidad imperfecta aunque funcional, que le confiere una enorme solidez al país.
¿Hasta cuándo? No se sabe. Tenemos la melancólica certeza de que todas las naciones hegemónicas algún día dejan de serlo. Así ha sucedido siempre, pero todavía no hay síntomas de que Estados Unidos haya entrado en la fase de decadencia, aunque el señor Trump se empeñe en demostrar lo contrario, y aunque muchos de sus correligionarios, casi todos blancos, casi todos varones, casi todos ultranacionalistas y aislacionistas, coincidan en su percepción pesimista de la realidad. Sencillamente, se equivocan.