Nos dicen que hay que sacrificar la libertad para alcanzar la prosperidad. Mentira. Ése es un falso dilema generalmente planteado por los autoritarios. La prosperidad es muy conveniente para nuestro bienestar material, pero la libertad es absolutamente necesaria para nuestro bienestar emocional. No hay que elegir.
La libertad tiene que ver con el dolor de vivir enmascarado. Bruce Jenner –por ejemplo—fue un gran deportista y se convirtió en señora. Ahora es feliz. Al menos, más feliz que antes. Se despojó de la máscara. En Irán la hubieran ahorcado del extremo de una grúa para que el crimen sirviera de escarmiento, sin tener en cuenta que su único delito era buscar la coherencia interna.
Otro caso: el funcionario equis, para que no le hicieran daño, aplaudía consignas y personajes en los que no creía. Le parecían ridículos, pero tenía que sobrevivir. Hasta que el día en que controló su vejiga, venció sus miedos, se atrevió a decir que no, y se transformó en un disidente. Fue muy duro, porque la dictadura era severa, pero por primera vez en su vida se sintió en paz consigo mismo.
Hay mil ejemplos posibles. La libertad es eso: poder tomar decisiones congruentes con nuestras creencias y valores. Elegir las ideas que nos parecen correctas, seleccionar sin imposiciones externas nuestros amigos, libros, afectos, proyectos de vida, carreras, preferencias sexuales, creer en ciertos dioses o en ningún dios. También, claro, poder escoger a nuestros gobernantes y oponernos vehementemente a los que nos resultan nefastos.
No es una cuestión baladí. Simular y mentir duele. Contrario a lo que sostiene mucha gente, haber evolucionado hacia la racionalidad nos ha convertido en criaturas fisiológicamente sujetas a vivir conformes a nuestra verdad interior. ¿Ha advertido el lector todo lo que nos sucede cuando mentimos? Sudamos, nos cambia el tono de voz, se acelera el corazón, se enrojece nuestro rostro, el organismo, en suma, se revela.
El autoritarismo familiar, social, religioso o político, que nos obliga a comportarnos de maneras ajenas a lo que nos dicta nuestro verdadero yo y nuestras particulares necesidades emocionales, genera en los seres humanos un doloroso malestar que suele traducirse en comportamientos neuróticos. La disonancia entre lo que se cree, se dice y se hace, acaba por somatizarse como una terrible forma de angustia. La libertad, en cambio, nos dota de una saludable paz interior.
¿Y la prosperidad? La prosperidad también requiere de la libertad individual. Es, fundamentalmente, el producto de las personas emprendedoras, a veces dotadas del genio innovador, a veces no, pero siempre perseverantes y dispuestas a posponer el disfrute de sus esfuerzos para ahorrar, continuar invirtiendo y crecer ininterrumpidamente. El camino más rápido para empobrecer a una sociedad es cerrarle la puerta a los emprendedores, obstaculizar sus esfuerzos, perseguirlos o acusarlos de egoístas e insolidarios.
En los Estados en los que la iniciativa económica está en las manos de un grupo de burócratas y comisarios, o a veces, como sucede en Cuba, en las de un narcisista tontiloco y palabrero, siempre a la búsqueda de un atajo definitivo a la gloria, lo que se produce es el aplastamiento de la sociedad.
¿Y China? ¿No es China un caso elocuente de una dictadura sin libertades que va solucionando el inmenso problema de la pobreza? Ésa es una conclusión absurda. Es verdad que al permitir el esfuerzo individual y la existencia de propiedad privada los chinos han dado un salto prodigioso, pero mejor les hubiera ido en un clima de libertad total, como el alcanzado por Taiwán o Corea del Sur.
Los 20 países más prósperos del mundo son, además, los más libres, con algunas excepciones, como Singapur, donde pudieron haber sido libres y prósperos simultáneamente, pero, desgraciadamente, Lee Kuan Yew padecía de un lamentable carácter autoritario que lo transmitió a su gestión gubernamental.
No hay duda de que es más difícil gobernar en libertad, buscando consensos, cediendo y negociando dentro de las instituciones y la ley, y probablemente es cierto que el ritmo del desarrollo es más lento, pero el resultado final es infinitamente superior y más duradero. Estados Unidos nunca ha crecido espectacularmente. Pero lleva 239 años de crecimiento casi constante, con escasos periodos de contramarcha.
Benjamin Franklin advirtió que "quien sacrifica la libertad para alcanzar la seguridad, acaba por no tener ni una ni otra". A quien la sacrifica pensando en la prosperidad le sucederá lo mismo.