Las calles de América Latina se han llenado de personas que protestan airadamente contra sus gobiernos. Las protestas son contra gobiernos de izquierda (Venezuela –el peor de todos–, Brasil, Ecuador, Bolivia, Chile, Nicaragua y Argentina), contra los de centro (Perú y México) y contra los de derecha (Guatemala y Honduras). Seguramente se sumarán otros en el camino.
Quienes recorren las calles en América Latina se quejan, esencialmente, por uno, varios o todos de los siguientes doce motivos: la corrupción, la ineficiencia, la inseguridad frente a los delitos violentos, la impunidad de los criminales, la subordinación de los otros poderes republicanos –el legislativo y el judicial– a la voluntad del ejecutivo, el descarado cambio de las reglas para mantenerse en el poder indefinidamente, la violación de los derechos humanos, las trampas electorales, el control sobre los medios de comunicación, el desabastecimiento, el atropello de los derechos previamente concedidos a gremios o pueblos primigenios y los irresponsables maltratos al delicado ecosistema.
El fenómeno es gravísimo. La percepción general es que en la región se gobierna terriblemente mal, lo que en parte explica el secular atraso relativo. Se ha roto el contrato social entre gobernantes y gobernados, y estos últimos niegan su consentimiento a los primeros. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.
En la concepción republicana, todos somos iguales, estamos obligados a cumplir las leyes, no podemos hacer constituciones o dictar leyes a gusto de una camarilla abusadora, las elecciones son para organizar los mecanismos colectivos de toma de decisión y no para legitimar a unos mandamases corruptos.
Asimismo, se supone que los políticos y funcionarios obtienen sus cargos y ascienden y se mantienen en ellos por sus méritos y no por sus relaciones. Se trata de servidores públicos que llegan al gobierno para cumplir con el mandato que ordena la sociedad que los ha elegido. No los han seleccionado para mandar, sino para obedecer. Esa, al menos, es la teoría.
Y la teoría no está equivocada. Los latinoamericanos la hemos violentado hasta hacerla fracasar.
La han violentado los malos empresarios que, en contubernio con los gobernantes, se reparten las rentas y cierran el camino a los actores económicos carentes de padrinos o incapaces de incurrir en sobornos. Se han burlado de ella los gremios y sindicalistas que negocian privilegios con el poder a sabiendas de que hacen casi imposible a los jóvenes entrar en el mercado laboral. Le han hecho mucho daño ciertos religiosos de todos los rangos, ciertos periodistas palabreros y ciertos profesores radicales que condenan la búsqueda del triunfo personal, como si lograr el éxito económico en la vida –logro viene de lucro– fuera delito y pecado.
Por supuesto que el diseño republicano funciona y es correcto. Lo vemos en la veintena de países más prósperos y libres del planeta. Unos son repúblicas y otros monarquías parlamentarias, pero todos aceptan las normas esenciales del Estado de Derecho parido por la Ilustración y perfeccionado por las revoluciones liberales.
Entre esas naciones exitosas, unos gobiernos son liberales que renunciaron al anticlericalismo de los primeros tiempos, mientras otros son socialdemócratas que se despojaron de las supersticiones del marxismo, democristianos carentes de fanatismo religioso y conservadores que abandonaron el regusto por la mano dura y el culto desmedido por el orden.
A veces integran coaliciones, a veces se adversan en el terreno político, pero siempre se suceden democráticamente en el ejercicio del poder. Forman parte de una misma familia política presidida por la tolerancia, surgida de las revoluciones americana y francesa, aunque dividida por un factor importante, pero no vital ni irreconciliable: la intensidad y destino de la carga fiscal, lo que determina el tamaño y las responsabilidades que cada grupo le atribuye al Estado.
No incluyo en ese linaje a comunistas, fascistas y autoritarios de todo pelaje –militaristas, ultranacionalistas, fanáticos religiosos– porque no creen en la virtud de convivir con el que es diferente y respetarlo, ni en el pluralismo inherente a toda sociedad, ni en la alternancia democrática en el gobierno, como demuestra el infinito rastro de cadáveres que han dejado en sus esfuerzos por conservar el poder.
Es conveniente que los latinoamericanos aprendamos de una vez una lección bastante obvia: la estructura republicana es muy frágil y sólo se sostiene a largo plazo si las sociedades son capaces de segregar gobiernos que acepten y cumplan las reglas que dan sentido y forma a esa manera de organizar la convivencia. O gobiernan bien o todo se va a bolina.
Cuando gobiernan mal, sobreviene primero la generalizada sensación de fracaso, y luego los caudillos, los militares de ordeno y mando, los revolucionarios iluminados, y se enseñorean sobre nuestros pueblos, agravando todos los males que juraban arreglar. Ésa es la hora terrible de los hombres fuertes.