Dicen que tengo que alzar la voz y gritar a los cuatro vientos que soy feminista. Que a mis 27 años tengo que dar la batalla que mi madre no pudo dar. Que cuando hablo tengo que hacerlo con un lenguaje inclusivo para no ofender a nadie. Que tengo que manifestarme y jamás resignarme. Pero lo que no dicen es que la igualdad no se consigue deshumanizando a los demás.
Cuando me preguntan si soy feminista, automáticamente se me hiela la sangre y a continuación me surge un rotundo "no". No me considero partícipe de la degeneración del movimiento que tanto nos ha costado poner en el mapa.
Hoy en día, y gracias a un grupo creo que reducido, no se entiende el feminismo como una corriente pacífica que busque una igualdad real; o quizá el problema sea el mal uso del término, pues en realidad nos estamos refiriendo al hembrismo, que pretende conferir una suerte de superioridad moral a las mujeres a costa de criminalizar y demonizar al hombre; de hecho, no solo al hombre, también a la mujer, a la que oprime en un corsé identitario asfixiante.
Si se trata de protestar, no siempre es necesario pintarse entre los pechos un mensaje reivindicativo, todavía existen mujeres que no ven necesario utilizar su cuerpo para exigir nada. Si se trata de elegir, todavía existen mujeres con más corazón y sentimiento que diferencian cuándo hablan de su cuerpo y cuando del de su hijo. Si se trata de género, también es mujer la novia de un guardia civil. Y si se trata de piropos, todavía existen mujeres que saben apreciar la gentileza y caballerosidad de vuestras palabras, estimados hombres. A ver si nos vamos enterando: mujeres somos todas.
Hay que volver a poner en valor el feminismo. No se trata solo de la búsqueda de la igualdad entre hombres y mujeres, va mucho más allá. Hablamos de equidad y reciprocidad, y, sobre todo, de cooperación. Que es lo que ha hecho avanzar a la Humanidad, ese permanente work in progress que nos traemos entre manos hombres y mujeres desde que habitamos el planeta.