Buscan la foto para que cuajen todas sus mentiras en una imagen internacional. No son pacíficos, quieren parecer pacíficos. Los violentos no son una parte del todo, la violencia explícita sólo es el pus de un cuerpo social infectado de odio. Y no hay mayor violencia que el odio.
Ante las imágenes explícitas de violencia, los equidistantes exquisitos se han aprestado a diferenciar entre el independentismo no violento y grupúsculos aislados descontrolados que aprovechan las protestas para desacreditar al conjunto. Avalan a los chamanes que dirigen el delirio. En la cima de la negación, Quim Torra ve infiltrados. ¡Cuánta proyección! Todo menos aparecer tal como son, depurada muestra de violencia enmascarada. Todo el proceso lo es.
La violencia nacionalista es, antes que nada, voluntad de poder, marca de territorio, esfuerzo por extranjerizar, estigma y exclusión contra cualquier disidente a su identidad nacional, cultural y lingüística. Imposición, violencia en suma. Y cada una de estas agresiones es el comportamiento generalizado de los funcionarios del régimen y de cuantos salen a la calle pacíficamente para despreciar los derechos compartidos de 47 millones de españoles. Sus derechos son sagrados, ¿y los de los demás no?
La violencia es la mueca supremacista de su revolución de las sonrisas, y se concreta a diario en la monopolización de los medios de comunicación, y de cualquier institución. Se percibe en sus insultos, en el desprecio a todo cuanto huela a España y a nuestra lengua común, en negar a un niño el derecho a estudiar en su lengua materna, en el desprecio de la Constitución, en el incumplimiento de sentencias, en las multas por rotular en castellano, en la intimidación a cuantos porten una bandera española, en la intolerancia para aceptar emociones nacionales distintas, en la exclusión laboral por no participar del aquelarre. Y, sobre todo, en la falsedad con que afirman su revolución de las sonrisas. Quien los conozca, sabrá de qué les hablo; quien no, que pruebe a rascar un poco en sus convicciones.
Y todo ello, amparados tras una neolengua nacida de la perversión del lenguaje para enmascarar su desprecio al Estado Democrático tras un lenguaje obsesivamente democrático. ¿Qué mayor violencia, que alardear de libertad y democracia mientras las niegas de facto?
Multan, persiguen, excluyen en nombre de agravios enfermizos. Formas sutiles de violencia, una lluvia fina que cala y acompleja hasta conformar sumisiones y vergüenzas. El chantaje emocional como cruel venganza de corazones envenenados de odio por sus mayores.
En esa intimidación del rebaño hay más violencia, y más perversa, que en un sopapo físico. Éste te pone en guardia, aquella destruye tu autonomía cognitiva y te convierte en una marioneta de emociones ajenas.
Esa violencia implícita es el alma de la revolución de las sonrisas y su máxima expresión, el odio a la historia compartida. Esa violencia implícita es el ecosistema emocional de donde brota la violencia explícita de estos días de fuego. La historia de esta interminable cadena de agravios es pura intimidación, una violencia antigua diseñada por Pujol y alimentada a diario por madrazas y TV3. Violencia intimidatoria que nos venden en nombre del derecho a la libertad de expresión y manifestación, cuando es puro atropello a los derechos de quienes no compartimos sus quimeras. Los unos queman farolas, los otros ocupan autopistas, carreteras, cierran vías de tren en nombre de la fuerza intimidatoria de su número. Son complementarios.
Una imagen vale más que mil palabras: cuatro madres con sus carritos de bebés cortando calles y chantajeando emocionalmente a ciudadanos de bien. Rompen todas las reglas, y explotan los mejores valores humanos. Como cuando en plena guerra el Daesh escondía las armas en mezquitas, hospitales y escuelas. Chantaje emocional, violencia de la peor calaña.
Esta es la obra tóxica de un ser abyecto con síndrome obsesivo compulsivo. Esta es la sociedad enferma diseñada por Jordi Pujol durante los últimos 40 años. Esta es la consecuencia de tanto consentimiento.