Debió de ser a mediados de los años noventa. En el documental, el responsable de uno de los centros de detención clandestinos de la dictadura argentina centró mi atención. La ternura mostrada a su hijo me impactó tanto que poco después me llevó a investigar el laberinto sentimental de la naturaleza humana allí donde la tragedia de los desaparecidos de aquella dictadura había conservado la memoria.
Así conocí a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. ¿Cómo un tipo que ha detenido, torturado y matado a la madre con la mayor crueldad puede quedarse con su hijo, adoptarlo, cuidarlo, educarlo y mostrar ante las cámaras la ternura de un padre de verdad? Ángel y demonio en el mismo corazón. Algo incomprensible que nunca llegué a comprender bien. Quizás no haya demonios ni ángeles, solo situaciones perversas que nos permiten ser una cosa o la otra. Pero, en este caso, ¿cómo metabolizar la crueldad de alguien que arroja seres vivos al Río de la Plata desde un Hércules para no dejar rastro alguno de sus vidas y a la vez cambia los pañales a un bebé que él mismo ha dejado huérfano?
24 de marzo de 1976, golpe de estado militar en Argentina. Así empezó la guerra sucia que hizo desaparecer a 30.000 personas, la mayoría jóvenes idealistas. Barrios enteros se peinaban por la noche con coches camuflados y policías de paisano. Se secuestraba a cualquier sospechoso sin garantía legal alguna, se los recluía en centros de detención clandestinos y allí se borraba su memoria. Torturados y vejados, uno a uno fueron eliminados de la faz de la tierra sin dejar rastro alguno. Los familiares que preguntaban por su suerte en las dependencias policiales, militares o judiciales, nunca tuvieron respuesta alguna. Simplemente no constaban en parte alguna. O dicho de otra manera, nunca habían sido detenidos.
Entre esa generación eliminada, conservaron la vida y perdieron su memoria alrededor de 400 hijos de desaparecidos nacidos en cautividad, que fueron adoptados por los torturadores de sus padres.
Para reivindicar su vida y su memoria nacieron las Madres de Plaza de Mayo, primero, y Abuelas de Plaza de Mayo después. Las primeras para recuperar a sus hijos vivos o muertos, las segundas para reivindicar a sus nietos.
Viví a finales de los noventa la angustia de estas madres y abuelas. Las primeras sólo podían aspirar a recuperar los restos de sus hijos, salir de aquella incertidumbre para gestionar el luto. Terrible infierno que ha perseguido y persigue a todas aquellas madres que, por no tener, no han tenido ni el consuelo de poder enterrar a sus hijos y aceptar por fin el terrible dato de su muerte. En el caso de las abuelas, tenían la esperanza de que sus nietos estuvieran vivos en manos seguramente de los asesinos de sus padres. Recuperarlos, devolverles su identidad, abrazarse por fin a la vida que había sobrevivido a sus hijos asesinados. A esa lucha dedicó la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, toda su vida. La conocí en el 1999 con 68 años, ahora tiene 83, pero aún conserva la luz en sus ojos que le ha llevado junto a las demás abuelas a recuperar a 113 nietos robados por la miseria de la dictadura. Una de las luchas más hermosas que he conocido en toda mi vida. El miércoles, 4 de julio apareció Guido, su nieto, hijo de su hija Laura asesinada por los milicos. En este caso, la genética y la cultura han conservado la identidad robada: es músico, como sus ancestros y siente la causa de los desaparecidos como suya. El triunfo de la justicia. Pero ¿cuántos niños habrá, que hayan sido educados por responsables militares de aquella dictadura en el odio contra los ideales de sus padres? Dos robos, el de la vida de sus padres, y el de su identidad ¿Quién les podrá devolver la capacidad de amar a los padres que nunca conocieron? Si hubiese algún nieto así, sería la derrota de la humanidad, la otra cara de la moneda de Guido, la tragedia en estado puro, el triunfo del mal.