El cruce de metáforas entre Alfred Bosch, portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, y Rosa Díez sobre la relación matrimonial entre España y Cataluña debería hacernos reflexionar sobre el grado de suplantación de los problemas reales de la política por debates virtuales cuya única sustancia es la manipulación y la vacuidad.
Ya nadie puede dudar hoy de que la hegemonía sociológica del nacionalismo nace de su habilidad para adueñarse de la realidad prostituyendo el lenguaje y, con él, enredarnos en esa telaraña de palabras prostituidas para hacer de ella el centro del debate político. Ser conscientes de ello, huir de su trampa, debería ser la postura a seguir; el problema es saber si podemos hacerlo sin caer en un error mayor, a saber, ayudarles a implantar su delirio sin oposición alguna.
El dilema lo tenemos a diario. El último, a propósito del cruce de metáforas matrimoniales entre Alfred Bosch y Rosa Díez: "Es mejor pasar del matrimonio gruñón a la amistad", le sugirió Alfred a Rosa para justificar la separación de Cataluña de España. Viejo sofisma, uno de tantos, al que nos tienen acostumbrados los nacionalistas. Cuando una pareja no se entiende, se divorcia y asunto solucionado, dicen. Y sentencian: mejor separados que mal avenidos. A esa simplicidad reducen la trama de afectos e intereses de millones de personas que no forman matrimonio alguno. No sin antes, eso sí, atribuir a España el papel de marido maltratador o de madrastra con verruga incluida en las napias "que no deja en libertad a la hija más joven y guapa" y que Alfred Bosch achaca al "síndrome de la reina madrastra".
Digámoslo de salida, España y Cataluña no son un matrimonio, un matrimonio es la unión de dos personas, no de 47 millones. Uno se puede separar de su pareja, no del resto de individuos de la sociedad. Cataluña y España no son personificaciones con vida y sentimientos capaces de obrar y decidir con voluntad propia, ni los 47 millones de ciudadanos individuales y libres que las forman son meras células de dos únicos cuerpos. Confunden la capacidad de dos personas individuales para decidir sobre sus vidas con la de millones de personas cuyas cuitas personales son distintas entre sí, e imposibles de reducirse a dos voluntades enfrentadas. El que haya un número determinado de ciudadanos insatisfechos con su pertenencia a España no les da derecho a suponerse la encarnación de Cataluña y, por ende, con capacidad para divorciarse de España.
Rosa Díez estuvo recurrente: "Uno se divorcia del marido, pero no de su padre. No te puedes divorciar de tu familia (…) Uno elige a los amigos, pero no a los hermanos. Y lo mismo pasa en democracia". Desgraciadamente no es verdad, el origen de los conflictos no dependen solo de la génesis de las personas que lo forman; hasta en las mejores familias se tiran los trastos a la cabeza; de hecho, en el matrimonio hay salidas pacíficas, una es el divorcio, no así en la familia, pues cuando las cosas van mal, suelen acabar en tierra quemada. Precisamente lo que se trata de evitar.
España y Cataluña no son un matrimonio, tampoco una familia, sino un Estado único formado por un puzle de ciudadanos libres e iguales. Así que en este falso matrimonio tienen voz y voto 47 millones de españoles. En ellos, en cada uno de ellos, reside la soberanía nacional. De ahí que parte alguna pueda recurrir al divorcio para solucionar lo que sólo pertenece al debate de ideas que el sistema democrático gestiona dentro del derecho positivo. Quien aun así insista en el divorcio, habrá de pensar en separarse de cada uno de los 47 millones. Y pagar las minutas de tanto buscapleitos.