La democracia tiene un problema de origen, el populismo. Arengar al pueblo irresponsablemente con lo que quiere oír, prometer lo que desea sin atender al coste, trae réditos electorales inmediatos, pero a menudo provoca lo contrario de lo que se promete. Ese pecado original lo practica la izquierda ofreciendo lo que no tiene, y la derecha prometiendo reducir impuestos que no está en disposición de garantizar. Todo por el voto.
De esas populachadas provienen casi todos los males que hoy aquejan a la democracia. Jean-Claude Junker, presidente de la Comisión Europea, describió la fatalidad con nitidez: "Sabemos exactamente lo que debemos hacer; lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si lo hacemos". De ahí las promesas incumplidas, la incoherencia, la demagogia que nos asola.
Desde la Transición del 78 para acá, hasta la impostura tiene límites. Desgraciadamente, Pedro Sánchez los ha roto todos. Aquellos límites no eran políticos, sino condiciones a priori de la posibilidad de toda democracia decente. Pactar con el mundo filoetarra, encamarse con golpistas y populistas, tenía una sanción social. Y tal sanción social formaba parte de los valores democráticos de la nación española. Si la moral de la vergüenza ha muerto, todo es posible. Sánchez es un peligro, no sólo para España, también para la salud de la democracia. Defendernos de su amoralidad es vital para nuestros derechos.
Ayer por la mañana, con la resaca del debate del martes, la prensa calificaba la bronca a cuatro con el boato de un análisis de sangre. Sólo que aquí, en vez de baremar los leucocitos o el colesterol, se calificaba a los contendientes con categorías olímpicas. No se puede calificar aquello que no se puede reducir a datos verificables, contrastables. Imagínense que los partidos de fútbol los puntuaran las respectivas aficiones. No exagero, hoy en política se ha impuesto el lenguaje hooligan del fútbol, y la objetividad de sus apreciaciones es tan fiable como la puntería de un borracho.
Viene a cuento el exabrupto porque políticos y buena parte del periodismo han perdido el poco crédito que tenían. Los primeros, porque seguramente nunca lo tuvieron;los segundos, porque en su interés por salvar a los suyos y besuquear a la audiencia han creado un ecosistema a salvo del control de los ciudadanos.
Nadie pide objetividad en política, ni siquiera medios neutrales. No está en su naturaleza. Pero la ciudadanía tiene derecho a que no le mientan, timen o manipulen. El mejor antídoto es tener un Estado de Derecho que garantice una educación ilustrada, científica, celosa de la neutralidad ideológica y capaz de formar ciudadanos competentes, conscientes y críticos para elegir con criterio. Y como esa utopía sólo puede existir como aspiración ideal, sería conveniente que nos dotásemos de herramientas que ayuden a los ciudadanos a ser respetados, mientras tanto. Los efectos de la publicidad, los estudios de mercado, la propaganda y todas las infinitas formas de manipulación al servicio de los políticos han de tener una réplica científica para ser desmontados. En debates como el del martes, la ciudadanía debería tener derecho a un programa institucionalizado donde un equipo de expertos desmontara pieza a pieza, a posteriori, la tramoya de trucos que enmascaran la puesta en escena de cada uno de los candidatos. Sin miramientos, con neutralidad y solo al servicio del ciudadano.
El VAR no ha acabado con los errores arbitrales, ni está garantizada la objetividad en todos los lances, pero los jugadores saben que, si dan un codazo violento a escondidas, la mano de Dios no les salvará.
Los ciudadanos tenemos derecho a que las estrategias de imagen de los políticos fracasen en competencia con nuestro derecho a disponer de una información razonablemente limpia. En defensa propia.
El estatus y elección del grupo de sabios o expertos debería añadirse a los tres poderes del Estado, porque hoy el poder mediático influye tanto en las decisiones democráticas que, en buena lid, debería tener tanta autonomía y obligaciones como los otros tres.