A veces, sólo los detalles dan cuenta de la dimensión de las cosas. En otras ocasiones, por el contrario, es su reducción a un concepto general lo que define tal sentido. Como es el caso del pacto PP-PSOE para reformar la Constitución. Con este último me quedo.
Que hayan tenido que reaccionar los dos partidos nacionales al unísono para garantizar constitucionalmente el límite de déficit (que no de gasto) es una gran noticia; no por el contenido de la reforma, sino por su carácter simbólico.
Fijar el techo de déficit al Estado lo podía hacer el Gobierno sin más, y hacer cumplir esas mismas reglas a las comunidades autónomas, también. Hay normativa nacional y europea para fijarlo y hacerlo cumplir. Pero, por la experiencia pasada, el Gobierno español no ha tenido autoridad política, ni arrestos para actuar como un verdadero Gobierno de Estado. Su inclusión en la Constitución demuestra la debilidad de los gobiernos nacionales frente a los feudos nacionalistas. Los Gobiernos de PP y PSOE han estado más preocupados por pactar sus cuotas de poder con los nacionalistas que defender los intereses generales de todos los españoles.
El que por fin logren ponerse de acuerdo y saquen adelante una reforma express sin mayor problema, demuestra la inconsistencia de dos tabúes: el pacto es muy sencillo si los dos partidos nacionales anteponen el interés general al partidista; y el poder nacionalista no es tal, si tal interés general transciende la alternancia en el poder de uno y otro.
Siendo la financiación de la deuda soberana, sin duda, la causa de esa necesidad, es su valor simbólico lo más relevante del acuerdo. Los gestores del separatismo lo han dejado bien claro cuando Duran i Lleida les reprochaba a PP y PSOE que sólo se pongan de acuerdo para "ir en contra" de los nacionalistas.
Efectivamente, todo lo que se haga por el interés general de España, necesariamente irá en contra de los privilegios particulares. Sean de los nacionalistas o de cualquier otra fórmula política para blindar privilegios. Reparen en sus enmiendas.
Inquieta, no obstante, la facilidad para cambiar los fundamentos del Estado sin el sosiego del debate parlamentario y la válvula de seguridad de un referéndum. Ni ha sido la reforma más urgente ni la más imprescindible; tampoco ha sido la fórmula elegida la más pedagógica, ni agosto el mejor mes para llevarla a cabo, pero ha sido. Es democrática, se ajusta a derecho y lanza a los mercados internacionales que España es un Estado solvente y a los mercadillos nacionalistas que España existe. A su pesar.
¿Por qué habríamos de claudicar ante una casta política tan ruin como los caciques del siglo XIX, si toda su participación en la gobernabilidad del Estado está siempre condicionada a obtener privilegios y socavar sus cimientos? ¿Por qué habríamos de aceptar sus propuestas si sus actos incumplen sentencias constitucionales y tienen por fin la construcción de un Estado propio a costa del Estado de todos?
Está bien que los economistas nos impongan sensatez; estaría mejor que nuestros gobernantes ejercieran autoridad nacional para que los forofos del derecho a decidir dejaran de mangonear nuestros intereses. Y reservaran las reformas constitucionales para garantizar una España de ciudadanos y no de tribus.