Hizo el miércoles un año. Un discurso necesario del rey Felipe VI, cuando nuestros políticos se recreaban en la casquería intelectual del diálogo y las soluciones políticas, en detrimento del Poder Judicial, como atajo para no enfrentarse al delito.
Si la intervención de Juan Carlos I ante el golpe de Estado del coronel Tejero el 23-F (1981) constituyó su legitimación como rey de España, el discurso de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 sirvió para legitimar su corona ante el pueblo español. Con una diferencia: sofocar aquella rebelión militar era inevitable si se quería salvar la Monarquía, además de la democracia. Por el contrario, neutralizar el golpe institucional de los nacionalistas fue una decisión evitable, pero rigurosamente necesaria para restaurar la autoridad del Estado. Lo que la convierte en un acto de mayor grandeza, porque sus efectos colaterales traerían a Don Felipe, inevitablemente, el rechazo de la población nacionalista.
El 23-F fue una asonada propia del siglo XIX llevada a cabo por una pandilla de incapaces sin la más mínima previsión táctica. Ni siquiera tomaron TVE y Radio Nacional de España. Ahí empezó su fracaso. Por el contrario, los golpistas del 1-O están inventando cómo se puede dar un golpe contra la democracia sin parecerlo. No mediante armas, sino controlando mentes. Nada que no hubiera escrito ya Gramsci.
El primero carecía de cualquier legitimidad moral, y se enfrentaba a la ciudadanía española sin hegemonía política y social alguna. El segundo está basado precisamente en ellas. Tiene medios de comunicación, controla la escuela, domina el poder institucional y los presupuestos, y recrea su relato victimista en las RRSS con una eficacia asombrosa. Y eso no se vence sólo con el traje de gala de capitán general de todos los ejércitos en un comunicado único a las 12 de la noche.
La machada del 23-F no habría sobrevivido si hubiera triunfado, porque la sociedad entera y los políticos en pleno estaban en contra. La audacia y la malicia del secesionismo se alimentan precisamente de la fuerza que da haber logrado envenenar la mente de dos generaciones hasta lograr pervertir la interpretación de las palabras democracia y libertad y de borrar por completo la mala conciencia de semejante perversión. Tienen la calle y, sobre todo, el temor de quienes no comparten su delirio. Además de la ausencia del Estado.
Es ahí donde surge Felipe VI el 3-O, el jefe del Estado, el rey de la nación asediada, a sabiendas de que la cobardía del Gobierno y la equidistancia de la izquierda están poniendo en riesgo al Estado. Alguien tiene que apostar por un mensaje de autoridad, poner sobre la mesa la soberanía nacional y defender las instituciones y la Constitución. Y lo hace incluso contra la voluntad de un presidente que nos vendió prudencia para ocultar su cobardía.
Es ahí donde el valor del discurso impecablemente democrático supera con mucho el riesgo tomado por su padre. De él surge el levantamiento popular del 8 de octubre, con un millón de ciudadanos españoles y cientos de banderas nacionales hasta entonces postergadas en Cataluña. Por primera vez, el pueblo abandonado tiene quién le escriba.
Sabe que esos dos millones de catalanes que no respetan las leyes le odiarán, sabe que su acto de responsabilidad y coraje no borrará la rebelión, pero sabe, como sabemos todos, que estos políticos consentidos que nos han traído hasta aquí solo han dado muestras de debilidad cuando se ha aplicado la ley. Puede que la prisión preventiva no les guste, pero, por primera vez, el presidente del Parlamento, Roger Torrent, y el presidente de la Generalidad, Quim Torra, hablan mucho pero se cuidan de no pasar la línea roja que los llevaría a prisión. El Rey ni siquiera nombró el diálogo, sino el cumplimiento de la Ley.
PS. Para los amantes del falso diálogo y las soluciones políticas en detrimento de la separación de poderes: bueno es que se documenten con este extraordinario artículo de Félix Ovejero: "Soluciones políticas ¿para quién?".