Pujol ha sido un vulgar delincuente. Nada nuevo en política y menos en regímenes tutelados. La democracia siempre renueva personas y actitudes. Se superará. No así la Cataluña nacionalista hecha a su imagen y semejanza. Cuando la sociedad es estructuralmente corrupta, la metástasis delata la salud de la sociedad entera. La misma que Pujol ha confesado. Una pesadilla para los herederos.
El mundo nacionalista ha detectado la contaminación y se ha apresurado a ponerse a salvo: Pujol no es Cataluña. Tratan de preservar la hegemonía moral del proceso a la independencia. O sea, su modo de vida. Por eso consideran la corrupción cuestión privada: "Esto es un tema estrictamente personal, privado y familiar". ¡Tú también, Artur, hijo mío!
Me temo que no cuela. La corrupción de Pujol es el indicio incontestable de una sociedad enferma de narcisismo y nepotismo incapaz de reconocer su propia cobardía moral. Decía en el primer párrafo que un gobernante corrupto o varios forman parte de los efectos colaterales de la libertad en democracia, pero, en este caso, Pujol no es solo un político corrupto, es ante todo la culminación de una doctrina social fruto de una obsesión integrista de naturaleza religiosa y nacionalista. La Cataluña oficial de hoy está hecha a imagen y semejanza suya, no se entendería sin él, la ha construido desde cero, con todos sus tics, su cinismo y victimismo, sus manías, sus frustraciones, obsesiones, también con sus carceleros y delatores, una colosal ingeniería social donde todo estaba al servicio de la nación inventada, que empezaba en la evangelización de la escuela, se adornaba con una prensa al servicio del negocio nacional y terminaba en la exclusión social de todo aquel que disentía. ¿Acaso iniciaron alguna investigación sobre las sospechas de corrupción de sus hijos? Nunca, la prensa siempre estaba presta a salvarle para salvar a Cataluña. La nación lo justificaba todo, también los negocios opacos, las coimas, los favores mutuos y el silencio de todos. Chantaje moral, acoso, cinismo y victimismo, la manipulación de la historia, la complicidad y los lugares comunes forman parte de ese ser nacional. En el nombre de la nación. Ese es el espíritu del pujolismo, sin el que hoy la hegemonía moral del proceso a la independencia no sería posible.
Cuatro pasajes de su vida bastan para rastrearlo: cuando sólo era un niño –lo cuenta él en Construir Cataluña-, su tío Narcís Pujol le llevó al monte Tagamanent, y desde las ruinas que le rodeaban se juró simbólicamente "reconstruir" Cataluña. Es un recuerdo que –según él– le ha perseguido toda la vida (Jordi Pujol. Historia de una Obsesión, S. Baigues y J. Reixach, pág. 21). Esta tendencia a creerse ungido por el alma de la nación se aprecia nítida cuando es nombrado por primera vez presidente, en 1980. Al llegar al palacio de la Generalidad preguntó a su mano derecha, Lluís Prenafeta, el mismo que fuera procesado y condenado años después por corrupción (El Virrei, J. Antich, pág. 44):
-Escolta, Lluís, tu saps què és la Generalitat?
-Més o menys –contesta un sorprès Prenafeta.
-No, tu no en saps res (…) la Generalitat som tu i jo.
Esa prepotencia narcisista le llevó a la desmesura de recorrer toda Cataluña en los años cincuenta con un seiscientos pintando tapias con la falsa tautología: Pujol-Catalunya. Años después, acosado por la quiebra de Banca Catalana, desde el balcón de la Generalidad se mostró como el sepulcro blanqueado que ha sido siempre: "El Govern central ha fet una jugada indigna: D'ara endavant d’ética i moral, en parlarem nosaltres, no els" (El Virrei, pág. 193). Se envolvió en la bandera y desde entonces toda oposición a su política la convirtió en un ataque a Cataluña, la misma Cataluña que hoy está enfrascada en el derecho a decidir. ¿A quién quieren engañar?