O no llegamos o nos pasamos. Al menos así parece que nos comportamos políticamente en España. Dos hechos acaecidos en los últimos días, el auto exculpatorio del asedio al Parlamento de Cataluña y el cuestionamiento del aforamiento, me sirven para sospechar que nos podríamos estar excediendo con nuestros representantes políticos y, de paso, con lo que representan, el sistema democrático que nos garantiza la libertad.
De golpe todo el mundo ha descubierto que el aforamiento es un privilegio inadmisible. El aforamiento no es malo per se, de hecho nació para preservar la libertad de opinión de los primeros representantes del pueblo en los orígenes inciertos de los Estados liberales que sustituían a las monarquías absolutas. El peligro de que los usos y abusos de aquellas monarquías absolutas pudieran impedir la independencia de poderes llevó a instituir el aforamiento en jueces y representantes del pueblo para garantizar no privilegios por sus cargos, sino la misma vida de la democracia. No tener en cuenta aquellos orígenes y la causa democrática que los inspiró es muy irresponsable.
Sin ninguna duda, la corrupción política, el mangoneo y la falta de escrúpulos de buena parte de la casta son desesperantes. Acabar con ello es una prioridad. Hacerlo a costa del respeto debido a la representación democrática, un inmenso error.
El debate del aforamiento debería servir para ajustarlo al tiempo en que vivimos. Es posible, que las causas que lo originaron no sean ya necesarias en las democracias asentadas de hoy. Por ello, más que una garantía democrática, tener diez mil aforados es un privilegio. No solo por el número, sobre todo, por extender sus garantías a la vida privada de los aforados. El aforamiento debe servir únicamente para garantizar el ejercicio de la actividad política o judicial sin merma ni presión de ningún poder. Fuera de ello, la vida privada del aforado se debe regir por las mismas reglas que para cualquier otro ciudadano.
Dicho esto, no es prudente ni sano transmitir a la ciudadanía que el aforamiento garantiza la impunidad de los aforados. Ni es así ni matiza la causa legítima del aforamiento. El resultado es un rechazo visceral cada vez más irracional y, por lo mismo, peligroso contra todos los políticos, y de paso contra la política. Graso error. No estamos rectificando usos enquistados en el sistema, sino pervirtiendo las herramientas democráticas que nos garantizan la libertad. Así se alimentan los populismos y todas las dictaduras.
El otro caso es la intromisión de los jueces en la separación de poderes. El auto que ha exculpado a los 19 detenidos por los actos violentos de 2011 contra los diputados del Parlamento de Cataluña se inmiscuye en el legislativo e interpreta los fines de los detenidos como suficientemente legítimos para que admitamos "cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión y manifestación". ¿Cómo cierto exceso?, ¿en qué consiste cierto exceso?, ¿quién lo interpreta? ¿Valen agresiones a nuestros diputados, o sólo vejaciones? ¿Se tolerará arrebatar el perro guía a un diputado invidente? De nuevo el exceso, la erosión y el menoscabo al espíritu democrático.
Los jueces aquí, en lugar de aplicar la ley, la interpretan políticamente desde sus anteojeras ideológicas. Y pasan por alto dos evidencias: los hechos son incontestables, los antisistema absueltos pretendían impedir mediante coacciones y violencia que los diputados votasen una medida política, o sea, pretendían suplantar al Parlamento; es decir, se arrogaban en nombre de la calle legitimidad para impedir a los representantes legítimos del pueblo hacer su labor. Un acto antidemocrático de primer orden. Sea en nombre de unos motivos u otros. Todos tenemos motivos. Todos igualmente subjetivos. Aturem el Parlament per evitat l’aprovació de les retalladles, decía uno de sus lemas. Este contenido puede ser humanitario, pero si en nombre de un contenido subjetivo se banaliza la representación de los ciudadanos, con qué argumentos evitarán que mañana rodeen el Parlamento dos mil ultraderechistas en nombre del pueblo, impidiendo que nuestros representantes legítimos realicen su labor. Todo esto y más se puede defender en la calle, pero nunca imponer por la fuerza. Pero las razones ideológicas del ponente Ramón Sáez y la magistrada Fernández Prado, secundados por la izquierda política, no lo han considerado así. ¡Ay la superioridad moral de la izquierda!