Empezábamos a remontar y llega la cagarruta -perdónenme no encontrar otro término adaptado al estado de cosas-, abanderada por un ser en alta medida aparente como Sánchez, que no deja de serlo por alcanzar la presidencia, y retrata definitivamente a una clase política convertida en casta inmóvil, dispuesta a burlar las intenciones de voto cuando le parezca, a costa de lo que fuere.
Son buenas noticias a plazo medio y largo, pésimas para el corto, porque exponerse a la desaparición del espectro político, como ocurrió con el partido socialista en Francia e Italia, pesa menos que la pasión singular de un individuo, aliada con quien fuere para obtener una moratoria de semestres a lo sumo. Como si Gürtel no fuera a verse seguido por algo sustantivamente análogo cuando se dicte sentencia sobre los enjuagues de la Junta andaluza, la corrupción migra en términos proyectivos, al amparo de que internet no haya crecido aún lo bastante para frenar todo de cuando en cuando, exigiendo sencillamente tomar en cuenta a la ciudadanía.
Vaya con el PSOE, que empezó ilusionándonos a casi todos como sinónimo de actualización, flexibilidad y honradez a principios de los 80; que nos arruinó tras desenterrar los horrores del guerracivilismo, con dos mandatos presidenciales edificados sobre el miedo a otra masacre como la de Atocha, y ahora transita del constitucionalismo al separatismo.
Habrá imprevistos -porque eso es finalmente lo que distingue la realidad de sus fantasías-, y albures más o menos nefastos para la inversión y el empleo, en definitiva los únicos factores dignos hoy de considerarse relevantes para el bienestar general. Pero no veo manera de que el trilero logre cosa distinta de rearmar al inmovilismo, ahondando el divorcio entre mandatarios y mandantes. En este caso ciento ochenta y tantos diputados con el suficiente descaro para votar unidos sin estarlo, cuando su adversario no es en realidad otro que el parecer de quienes les votaron.