Por más de cinco décadas Fidel y Raúl Castro han ejercido un poder absoluto en Cuba. Desde una perspectiva pragmática, ello podría considerarse un gran logro. Pero resulta obvia la pregunta: ¿y todo para qué? La Revolución Cubana, a mi modo de ver, constituye el fracaso histórico más profundo de toda la historia moderna de América Latina. Con nuestro persistente atraso institucional y económico, los latinoamericanos decepcionamos, pero con su revolución basada en el despotismo y la pobreza compartida los Castro mataron la utopía.
Durante cincuenta años de activismo internacional, el proyecto revolucionario castrista intentó expandirse por medio mundo, con resultados igualmente lamentables. Y en este terreno su error tiene un nombre: soberbia. Algunos lo calificarían de pecado y no de simple error, pero no incursionaré en discusiones teológicas. Ese error es una moneda de dos caras: por una lado, la sobrestimación propia; por otro, la subestimación de los demás.
Países como Angola, Mozambique, Guinea-Bissau, Etiopía, Eritrea, en África; o El Salvador, Nicaragua, Panamá, Granada, Colombia, Chile, Bolivia y Venezuela, en América Latina, experimentaron en su momento la intervención castro-comunista en sus asuntos internos, las más de las veces armada. Y repetidamente los esfuerzos por someter sus destinos a la vocación hegemónica de los hermanos Castro culminaron en rotundo fracaso.
Tal consecuencia se debió en buena medida a la fatal sobrestimación que Fidel Castro, en particular, ha puesto de manifiesto sobre su capacidad para imponerse mediante el voluntarismo y el mesianismo, ingredientes que llevan de manera inevitable a la sobreexposición y a perder de vista el necesario sentido de las proporciones que exige la política.
La otra cara de la moneda ha sido la repetida subestimación y menosprecio con que los Castro han evaluado a quienes han pretendido subyugar. Pero la arrogancia del poder castrista ha generado siempre anticuerpos, y las aventuras imperialistas cubanas han suscitado el rechazo de pueblos humillados que han expulsado a los invasores, en ocasiones mediante la violencia.
En esa larga historia de despropósitos y reveses existe hasta ahora una excepción: se trata de la Venezuela de Chávez. Sobreponiéndose al retroceso estratégico de la derrota guerrillera en los años sesenta a manos de la democracia venezolana, los Castro han sido capaces de coronar su mayor éxito: someter a una Venezuela que se pretendía una especie de ejemplo de avance institucional en la región, con una Fuerza Armada moderna y una economía de inmenso potencial, a los designios de una Cuba postrada y miserable pero conducida con mano de hierro, ayudada por un mito que resuena en los corazones y mentes de muchos latinoamericanos: el mito revolucionario. Ese mito se convirtió en delirio en Chávez, delirio que ha generado costos quizás irreparables para Venezuela, dejando a su paso un legado de ruina y odio tan patentes como los de la tragedia que los Castro desataron en su propio país.
La pregunta pertinente es: ¿han tenido razón los Castro al subestimarnos a los venezolanos de hoy? Quizás. ¿Pero pueden estar seguros? Empieza a percibirse en Venezuela el crecimiento de la indignación ante la soberbia de los Castro, quienes han mostrado de manera evidente hasta qué punto controlan los destinos de nuestro país. Imposible pronosticar los efectos finales de una ira que existe pero todavía no encuentra cauce. Sin embargo, la experiencia histórica indica que la soberbia castrista se hace insoportable.