Los regímenes políticos en España son unidades temporales que se definen por la particularidad de una Constitución o sus equivalentes. Esto, en buena teoría. En la práctica, esos mismos lapsos se retratan por una forma característica de ejercer la actividad política. No la determina nadie; es una emanación natural del paisaje humano de cada momento. Por eso es consonante con el estilo vital de la generación que domina en cada circunstancia.
Pues bien, aunque solo fuera por ese planteamiento, es evidente que en España nos encontramos ahora ante la eventualidad de un cambio de régimen. Se columbra un nuevo estilo de hacer política. Bien es cierto que introduzco el inevitable sesgo de lo que a mí me gustaría. Es, por tanto, un futuro deseable. No es nada científico.
Tampoco me hago ilusiones. No me figuro que el presidente del Gobierno de España vaya a inaugurar la campaña electoral, con el propósito de ser reelegido, como lo acaba de hacer el presidente Trump. Reunió a sus seguidores en los jardines de la Casa Blanca con despliegue de banderas y demás parafernalia. Un tenor de fama interpretó para toda la nación el Ave María de Schubert. No hay que esperar tal grado de finura en España. Pero las cosas cambiarán.
El nuevo estilo de hacer política, por parte de los gobernantes o de los que aspiran a serlo, pasa por gastar el dinero público de una forma algo distinta de la establecida. Por ejemplo, se reducirá el capítulo de los gastos ostentosos que acompañan a los gerifaltes. Nada de coches oficiales (excepto los que acompañan a la función, no a la persona), ni un exceso de ciertos símbolos de diferenciación. Los despachos de los ministros no tienen por qué exceder de los cien metros cuadrados. Sería bueno que el próximo presidente del Gobierno siguiera residiendo en su domicilio habitual. El hotelito de la Moncloa debe volver a su propósito inicial: alojar a los eventuales huéspedes oficiales.
Más decisivo es que el Gobierno dedique partidas mucho más reducidas a la propaganda, aunque sean disfrazadas de campañas institucionales. Hasta ahora han servido, fundamentalmente, para premiar a los medios y los comentaristas de carácter turiferario respecto al Gobierno. Es decir, corrupción.
Se impone la necesidad de que las altas jerarquías del Estado tengan que pasar por la prueba de verdaderas conferencias de prensa. Incluye el derecho a repreguntar por parte de los periodistas, que son citados con sus nombres. Es una institución básica de una democracia que todavía resulta exótica entre nosotros.
Se echa de menos que los capitostes políticos se acerquen alguna vez a hablar, personalmente, con algunos administrados. Por ejemplo, en un caso de epidemia o de catástrofe similar, no estaría mal que se acercaran alguna vez a visitar a las víctimas.
Puestos a gestionar con honradez los dineros públicos, se vería bien que los prebostes refrenaran los impulsos de conceder continuas dádivas, subvenciones o ayudas a sus seguidores, sus clientes políticos. No digamos si tales transferencias adoptaran la forma de comisiones u otras corruptelas parecidas.
Se me dirá que todo esto es muy subjetivo, a la par que utópico. Lo reconozco, pero advierto a los futuros dirigentes de la nación que, si no se acercan al ideal expuesto, no durarán mucho tiempo en sus poltronas. La razón es muy sencilla: tras los escasos lustros desde que comenzara la transición democrática, se ha visto que las exigencias del vecindario son cada vez más estrictas. Todo empezó con la broma de considerar ciudadanos a los simples contribuyentes, que serán ignaros, pero no idiotas, en su sentido etimológico.
Tampoco, me hago ilusiones. Una gran parte de los españoles, incluyendo los instruidos, son todavía demasiado sumisos con el poder. Todo es cuestión de esperar una generación más para que los ciudadanos merezcan tal honroso título. Pienso en los ciudadanos de Calais del hermoso monumento de Rodin, sin peana.