Parece una inocentada, pero sucedió de verdad. Me llaman del hospital al que acudo con cierta frecuencia como paciente crónico para mantener a raya mis alifafes. Cuelgan a los pocos segundos. El truco de llama-cuelga me lo ha hecho el hospital varias veces. Viene a ser la conducta típica de los adolescentes para ahorrarse el coste de la llamada. En este caso llamo yo a continuación; la verdad, un tanto alarmado. Me contesta la voz impersonal de un robot: "Todas nuestras operadoras están ocupadas. No se retire. En breves momentos le atenderemos". Aguanto con paciencia una media hora, oyendo una y otra vez la misma cantinela: "Todas nuestras operarias…". Es como una gota malaya auditiva. Al final de la larga espera desistí, más que nada porque se me estaba agotando la batería del teléfono. Ya digo que no es la primera vez que me ocurre este penoso incidente con el mismo hospital, y no tengo otro. No quiero pensar lo que sería llamar para solicitar un servicio de extrema urgencia o de gran preocupación.
Ya es triste que tengamos que costear una medicina en la que el médico no acude regularmente al domicilio del paciente, como ocurría hace un siglo. Entonces no había Estado de Bienestar ni nada parecido. Ahora es el paciente el que tienen que acudir a visitar al médico en el hospital. Antes se ve obligado a pedir una cita previa (como si hubiera citas que no fueran previas). En mi caso la petición ha de hacerse a ese teléfono cuyas operadoras se hallan siempre ocupadas. Sospecho que no existen tales operadoras.
Sigo con mi aventura sanitaria. Dada la imposible comunicación telefónica, no tengo más remedio que trasladarme físicamente al hospital. Como no conduzco, necesito tomar dos autobuses y caminar un buen trecho hasta llegar al flamante hospital. Total, tengo que echar la mañana. Cavilo que sería del mayor interés que el paciente pudiera comunicarse por teléfono, o cualquier otro medio parecido, con el médico que le atiende. Pero ese contacto es imposible. No sé lo que diría Hipócrates si resucitara.
Así pues, me personé al día siguiente en el hospital de marras para indagar quién me había llamado la tarde anterior y para qué. No supieron decírmelo. Al parecer, el sistema informático del hospital no registra las llamadas. Al menos me dieron la oportunidad de desahogarme con la encargada de la atención al paciente. Fue muy amable, pero en ningún momento fue capaz de pedirme disculpas en nombre de la empresa. Es lógico: su menester es la defensa de los intereses de la empresa, no los de los pacientes. La buena moza intuyó que la misteriosa llamada había sido para decirme que una cita que tenía programada para el día siguiente no podía realizarse. La razón era que ese día el galeno en cuestión no pasaba consulta. Sigo sin saber cómo es que pudieron darme esa cita imposible. No hubo manera de averiguar si esa había sido la razón de la misteriosa llamada del robot telefónico.
Mi conclusión es que el hospital de mi historia podrá parecer limpio y bien provisto de personal sanitario, pero su sistema informático para relacionarse con los pacientes es un desastre. Sospecho que esa misma realidad caótica se produce en otras grandes empresas que rinden jugosos beneficios. Prometo contar aquí más casos que me han sucedido para demostrar que no escribo a humo de pajas. Si es necesario, daré nombres. La línea del progreso se rompe por el lado que parece más fácil de organizar: la comunicación. Está claro que en este caso el paciente no tiene razón. Así andamos. Y luego dicen que los españoles gozamos de la mejor sanidad del mundo.