Progreso es a progresista como femenino es a feminista, amor a erotismo, autoridad a autoritarismo, nación a nacionalismo, pueblo a populismo, consumo a consumismo. Es decir, en las parejas dichas (y hay muchas más) el segundo término viene a ser una especie de degradación del primero. Así se entiende en el habla convencional, que revela muchos sentimientos auténticos.
El progreso equivale, de modo simplicísimo, a que el conjunto de la población goce de un ambiente de comodidad en muchos órdenes de la vida (ahora dicen "ámbitos"). Nadie discute que ese creciente bienestar se deba también a la acción de los Gobiernos, las leyes, la dedicación de los funcionarios. Pero todo eso, cuando genera un coste desmesurado, puede detener el progreso. Lo fundamental es que se avance hacia estadios (los de ciencias dicen "estadíos") cada vez más satisfactorios para el conjunto de los contribuyentes. No es fácil medir una sensación como esa. Se suelen utilizar indicadores económicos, más que nada porque el dinero presenta la rara cualidad de que se puede medir muy bien. Un progreso evidente es que los habitantes de un país vivan cada vez más años, pero resulta dudoso que suponga un avance el hecho de que los viejos sean los grandes olvidados en la organización de la vida pública.
El progreso está lleno de incoherencias, de avances y retrocesos, de ganancias y pérdidas. El carril-bici, cuando se multiplica, puede llegar a ser incómodo para los viandantes. Las oficinas de atención al cliente están para facilitar la vida de los consumidores o usuarios, pero también pueden complicarles la vida de modo innecesario. Lo mismo se puede decir de las cautelas que llaman contraseñas para los correos y otros usos electrónicos. Son ya una maraña insoportable. Los jáquers se las saltan a la torera.
Los autodenominados progresistas pueden llegar a significar una degradación del progreso de muchas maneras. Por ejemplo, un dirigente progresista puede hacerse millonario en euros a partir de un origen modesto. Todos conocemos casos eminentes en la España de nuestros días. No hace falta que el nuevo rico se lleve el dinero público de forma fraudulenta. La oportunidad legítima de disponer de esos fondos públicos supone muchas veces redundar en su beneficio privado. Por eso los progresistas de todos los partidos (ahora dicen "formaciones") se muestran ávidos de que aumenten los presupuestos públicos. El progresista de raza ansía mandar por encima de todo, aunque para ello tenga que revestirse de la coraza de servidor público. Como si un profesor de cualquier nivel y condición, pongo por ejemplo, no fuera también un servidor del público. Me gusta la paradoja de los ingleses, que llaman escuelas públicas a las de índole privada y de mayor calidad. Su idea es que de esa forma sirven de forma admirable a la sociedad.
Los progresistas de izquierdas (que son los más) gustan de titularse así porque ahora está mal visto el marxismo e incluso empieza a estarlo el socialismo. La verdad es que, en el mundo contemporáneo, los regímenes que se han etiquetado de marxistas, socialistas o revolucionarios han sido más bien satrapías o despotismos de toda laya. Tampoco se hace necesario llegar a tales refinamientos conceptuales. Los políticos que se declaran progresistas lo que desean por encima de todo es mandar de cualquier manera y durante el mayor tiempo posible.
La avidez del poder político es general, pero resulta inexplicable a la luz de los conocimientos que se tienen sobre la naturaleza humana. Para mí quela obsesión de disfrutar del poder a toda costa suele ser una suerte de compensación de otras escondidas debilidades.