Como es fácil suponer, soy un aficionado a embaularme todo tipo de noticiarios y opinionarios; es decir, los medios que transmiten noticias y opiniones. Así que puedo dar testimonio de cuál es la situación de este extraño mercado informativo y opinático. (Ahora lo llaman "mediático").
De un tiempo a esta parte las cosas ya no son lo que eran, en esto como en todo. En lugar de los profesionales y enterados que nos cuentan lo que ocurre y por qué ocurre, en muchos medios se nos endilga una retahíla de declaraciones de los que mandan o aspiran a mandar. Suelen adoptar la forma de entrevistas, aunque da la impresión de que el entrevistado conoce de antemano las preguntas o estas aparecen simplemente como estímulos para que el sujeto se justifique. Hasta la popular sección deportiva de los medios acaba siendo una sucesión de declaraciones. Puede que en ocasiones el género de las declaraciones pueda tener algún interés, pero lo usual es que sea bastante monótono, por previsible. El mandamás o el famoso que declara alguna cosa no tiene más remedio que decir eso mismo. En cuyo caso el valor como opinión o testimonio de tales declaraciones es prácticamente nulo. En esos casos nos aproximamos más bien a la propaganda.
Mi tesis se prueba de manera ejemplar con los llamados portavoces, triste condición. No es fácil imaginar un menester más monótono y menos lucido que el de los portavoces, aunque se designen con otros títulos más rimbombantes Cito, por ejemplo, jefes de gabinete o de recursos humanos. No hay más que observar la cara tan triste que se les pone a tales profesionales, como si fueran modelos de la pasarela. Les pagan muy bien por defender al cuerpo que les ha dado el cargo. Por tanto, sus declaraciones no suelen trasmitir ninguna sorpresa, ajenas a toda consideración personal, no digamos al asomo de una autocrítica.
Lo malo es que el modelo de la portavocía se extiende a todos los que ostentan algunos galones de mando y peroran ante una cámara o un micrófono. Puede que impresionen a los oyentes o videntes más ingenuos. Pero los más avezados no se llevan ninguna sorpresa. Quien habla amparándose en un acrónimo no tiene más remedio que defender a la mano que le da de comer. No me escandalizo por ello, pues uno ha hecho de todo en esta vida. Mi protesta se dirige contra la práctica social que nos ha hecho creer que los portavoces reales o subrogados son capaces de aportar opiniones interesantes. Naturalmente, hay excepciones, pero no son las que aquí me mueven a teclear.
Hay veces en las que los medios nos dan noticia directa de algún suceso luctuoso, un desastre natural o provocado. En esos casos suele aparecer un personaje característico: el testigo. Es realmente un individuo del pueblo. Lo malo es que no parece que se haya enterado de nada. Da la penosa impresión de que repite lo que una fuente desconocida le insinúa que hay que decir. Por ejemplo, ante un desastre natural de gran magnitud los testigos jamás dirán lo evidente: que el pillaje se hace común. Al contrario, insistirán en lo contrario: la solidaridad de la gente. Es lo que ahora llaman "pedagogía". Me imagino lo mucho que deben de sufrir los jueces a la hora de interrogar a los testigos.
−Pero, bueno, don Amando, ¿qué propone usted?
Yo simplemente digo lo que pasa, en este caso una regularidad que no me gusta nada. No quiero que me den el gato de las declaraciones como si fueran la liebre de las opiniones. Me erijo por un momento en portavoz in partibus del duro oficio de los que opinan.