No había cumplido yo los cuatro años cuando recibí mi primera lección sobre el mundo que nos rodea. Era una noche de verano, con Luna llena, y mi abuelo Amando me había llevado con él a dormir en la era para vigilar la parva y el montón de trigo. Mi abuelo, sentencioso como era, me aseguró: “El hombre nunca llegará a la Luna; está más lejos de lo que creemos”. Mi abuelo respiraba por la herida más vieja de la especie humana: el etnocentrismo. Equivale a creerse el centro del mundo, de todo lo creado.
Ahora ha saltado la noticia de que, en Venus, parece que sobrevuela una formación nubosa, que puede ser el indicio de alguna forma de vida microscópica. Pudiera medrar muy bien en las gotas de ácido sulfúrico; sobre gustos no hay nada escrito. Aunque, quizá, no pase de una figuración. Es el tipo de “noticias de alcance”, que nos consuelan mucho, abrumados como estamos en nuestra vida reptiliana.
Me da igual el hecho de que, en el Sistema Solar, no se encuentra vida más que en la Tierra. Aunque grandioso a nuestros ojos, tal sistema es solo una minúscula mota de polvo de nuestra galaxia (la Vía Láctea), que, a su vez, es solo una formación de los muchos millones de ellas que integran el Universo. Es más, para desbaratar otra vez el etnocentrismo, lo más razonable es que exista una miríada de universos. De momento, no hay posibilidad de verlos, ni siquiera con los más potentes telescopios. Pero los ojos de la imaginación son inconmensurables.
Por lo menos, sabemos que nuestro universo es limitado, como lo es el número de elementos de la tabla periódica. Por tanto, si el hidrógeno y el oxígeno son tan abundantes, lo lógico es que haya agua en un número prácticamente infinito de planetas. Otra cosa es que el hombre sea incapaz de llegar hasta ellos, porque, como decía mi abuelo de la Luna, están más lejos de lo que creemos. Para conseguir tal objetivo habría que superar la velocidad de la luz, de momento un imposible físico. Todo se andará, aunque no es probable que yo lo vea. Es una lástima.
Durante el último siglo, ha sido colosal el avance del conocimiento de la naturaleza. Todavía en la época del Einstein joven, hace poco más de un siglo, se creía que el universo lo constituían todas las estrellas que se podían observar en el firmamento. Esa impresión, que es la misma que siempre ha tenido la humanidad, ha quedado desbordada por las observaciones recientes. Todo empezó por comprobar que la nebulosa de Andrómeda, que se creía un rincón de nuestra galaxia, era, realmente, otra galaxia vecina, a una distancia sideral. Y en seguida se vio que hay muchos millones más de galaxias, que se desplazan a velocidades de vértigo.
Otra cosa es que sigamos con la ingenua creencia de que, en cualquier momento, nos van a visitar los alienígenas, provenientes de lejanos planetas. Es muy poco probable. Lo contrario sería reforzar otra vez el viejo sueño etnocéntrico. Los terrícolas no somos el centro de nada. Desde Copérnico, ya sabemos que ni siquiera es la Tierra el centro del sistema solar. Por cierto, a nuestro planeta habría que llamarlo Agua, visto lo visto, si lo comparamos con otros planetas y satélites vecinos.
No hay duda, el conocimiento seguirá avanzando. Lo de Venus podría ser una falsa noticia. Sin embargo, pronto daremos con señales inequívocas de que existen distintas y estrambóticas formas de vida en algunos de los millones de planetas de nuestra galaxia. Serán de una variedad pasmosa. No hay más que ver la riquísima diversidad de las formas de vida en la Tierra (vegetales, animales y microorganismos), después de todo, un hogar muy reducido.
La consideración de que estamos solos en el universo (y en los universos) es demasiado pueril para ser verdadera. “Dios no juega a los dados”, sentenció el clarividente Einstein.