En el último tercio del siglo XIX se pudo oír el canto del cisne de los defensores de la esclavitud de los negros de África. Sucedió en Cuba, una de las provincias más desarrolladas de España hasta que se independizó, con la ayuda interesada de los Estados Unidos. Los buques negreros eran los que llevaban esclavos de África. Eran mayormente armadores catalanes, que también regentaban prósperos negocios en la isla (azúcar, ron, tabaco; productos entonces con precios muy elevados). A esa situación corresponde la canción de los negros cubanos de entonces: "Quién fuera blanco, aunque fuera catalán". No es de extrañar que un poderoso grupo de presión catalán (que existe todavía hoy), el Fomento del Trabajo de Cataluña, fuera la última voz en defender la esclavitud en Cuba.
Todo lo anterior son romances, como dicen los catalanes, pero la realidad es que da la impresión de que la Historia se repite en estos días que corren. A veces se reproduce con aires de farsa, como decía el clásico. Hoy también tenemos empresarios negreros (etiquetados como mafiosos), que, aposentados en el norte de África, organizan la expedición de verdaderos esclavos procedentes del Oriente Medio y del África subsahariana con destino a Europa. Lo nuevo es que tales mercaderes de carne humana se sirven de la bonísima fe y del espíritu solidario de los europeos a través, por ejemplo, de las famosas ONG. Las cuales envían sus barcos cerca de las costas africanas, donde recogen a los náufragos que han depositado las mafias en atestadas lanchas neumáticas. Se trata de víctimas por partida doble, pues normalmente han tenido que pagar un alto precio a los ocultos mafiosos por el servicio de lo que propiamente sería tráfico de esclavos. Hay otros procedimientos, como los de empujar a los pobres negros a que asalten las vallas fronterizas de Ceuta o Melilla para que puedan ser atendidos por las organizaciones solidarias de España. Solo se contiene un poco esa presión si el Gobierno español libra generosas cantidades de dinero a los gobernantes de Marruecos. Otra práctica mafiosa.
Una manifiesta diferencia respecto a la institución de los negreros de Cuba en el siglo XIX es que ahora esa población que se intenta introducir en España (y eventualmente en el resto de Europa) no es solo de trabajadores. Ahora la componen también muchas personas inactivas o dependientes. La razón es que ya no solo buscan un trabajo, sino sobre todo una ayuda de lo que antes se consideraba beneficencia. Lo que mueve a esas masas de africanos o asiáticos desesperados es poder gozar de las pingües ayudas del Estado de Bienestar que caracteriza a España y a otros países europeos. De ahí la paradoja de que los inmigrantes sin papeles que tratan de llegar a España lo hagan a un país que tiene que atender a más de tres millones de parados.
Cierto es que una parte de ese conjunto de los inmigrantes extranjeros proviene de países asiáticos o africanos en los que se dan situaciones de guerra, guerrillas o represión. Es decir, entrarían propiamente en la categoría de refugiados políticos, pero eso son los menos. Claro que, al tener prioridad en la atención del país receptor, muchos inmigrantes se disfrazan de refugiados. Hacen bien.
El conflicto es claro. La población española (en la que ya se incluyen muchos inmigrantes legales o legalizados) debe sostener económicamente la silenciosa invasión que llega a través de los negreros hodiernos. Lo curioso es que, con la excepción del minoritario Vox, los partidos se llaman andana a la hora de hacer algo para enfrentarse a los actuales negreros. Es un ejemplo más de la ideología buenista, hoy dominante en el panorama público español. Quien se atreva a oponerse a ella se arriesga a ser tachado de racista, una peligrosa atribución.