Los particulares también pueden proponer medidas de Gobierno; no solo los partidos. No es necesario que ocupen muchos folios. Tampoco se precisa que se escriban declaraciones vaporosas con palabras gastadas, como cambio, progreso, reformas, regeneración, etc. Con tales voces cada uno entiende lo que quiere o no entiende nada.
Los Gobiernos están para intentar resolver los problemas colectivos de la nación con el mínimo coste y el máximo de eficacia y honradez. Solo a título de ejemplo, para abrir boca, adelanto algunas acciones tenidas por benéficas para una gran parte del pueblo. Lo fundamental es que no cuesten mucho dinero o que, si se invierte, la operación sea rentable.
El Gobierno no debe proponerse la creación de puestos de trabajo. Lo que puede hacer es eliminar estorbos para que la misma sociedad demande más empleos, al expandirse el consumo y la productividad. Lo que puede hacer el Gobierno es mejorar el sistema educativo, que buena falta hace. Tan mal está ahora que con un pequeño esfuerzo se notará la mejora.
El principio del necesario ahorro del gasto público pasa por retirar las múltiples subvenciones a los partidos, sindicatos, patronales y fundaciones de partidos. Las subvenciones públicas solo excepcionalmente se deben mantener cuando se logre una rentabilidad social o cuando se trate de población realmente marginada o excluida.
La gran inversión pública debe orientarse hacia la formación de capital humano, especialmente de científicos. Debe desaparecer el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que no es ninguna de las cuatro cosas. La investigación debe concentrarse en poco más de media docena de universidades. No será universidad la que no pueda impartir cursos en inglés para el grueso del alumnado.
El sistema de enseñanza debe insistir mucho más en el esfuerzo y la calidad de administradores, profesores y alumnos. Las becas no son derechos sino privilegios, constantemente merecidos por el rendimiento escolar.
Debe impulsarse un plan de supresión de las diputaciones y, antes de eso, una reducción de los más de ocho mil municipios (se dice pronto) a menos de 500. La fusión no debe hacerse solo con los pequeños sino también con grandes, cercanos a los grandes centros metropolitanos.
Más urgente todavía es la eliminación de muchas empresas públicas poco rentables, que se han convertido en un mecanismo para el reparto clientelista, incluso nepotista, de puestos directivos. No se entiende por qué subsiste el monopolio de las loterías o el de los servicios meteorológicos. Los ejemplos se pueden multiplicar. Pensemos en el Instituto Nacional de Empleo o en el Defensor del Pueblo. No digamos las televisiones públicas. Todos los ejemplos dichos son restos de un Estado interventor, que ya no tiene sentido.
Pero me pregunta el interesado lector:
—Todo eso está muy bien. Pero ¿qué hacer con los separatismos?
No está mal llamarlos así, o si se quiere, secesionismos, pero no soberanismos u otros términos suavizantes. Simplemente, algunas regiones con dos lenguas quieren separarse de España. Se basan fundamentalmente en compartir otra lengua, pero esa no es razón para constituir nuevos Estados minúsculos. En Europa hay muchas más lenguas que Estados. Solo Portugal o Islandia son monolingües. En América hay una veintena de Estados con el español como idioma oficial y no pasa nada. Más que de secesión, habría que retomar la vieja cuestión del iberismo, la unión de España y Portugal. La capital se podría repartir entre Lisboa, Madrid y Barcelona. Antes habría que construir la línea de AVE (realmente AVI: Alta Velocidad Ibérica) entre Lisboa y Madrid. El puerto lógico de Madrid debe ser Lisboa, uno de los pocos naturales de la Península. De momento, no costaría mucho que España y Portugal compartieran la misma hora oficial.
Mi impresión es que las tensiones separatistas se irán disolviendo poco a poco a medida que el Estado vaya resolviendo los problemas de la nación, o por lo menos planteando con sentido común. Quedan enumerados unos cuantos. Como puede verse, son algo distintos de los que comúnmente asoman en los llamados programas de Gobierno. Yo no tengo la culpa de que esos documentos oficiales sean tan poco imaginativos. Habría que distinguir entre la vieja política y la viejísima. Pero eso para otro día.