Las tensiones y conflictos sociales muchas veces se traducen en el uso de unas u otras palabras. Tanto es así que, aunque pueda parecer mentira, todavía en nuestro mundo existen los delitos de opinión. Son extraños delitos en los que se presume que se hace daño al componer determinadas frases. Ya hemos comentado aquí el nuevo delito en Francia de negar públicamente que los turcos asesinaran en masa a los armenios a principios del siglo XX. J.R. Iturriagagoitia me recuerda, con razón, que hay otro caso aún más lacerante de delito de opinión. En Alemania y otros países es delito negar que existiera lo que se llamó "holocausto", esto es, el asesinato masivo de judíos por los nazis. En España hemos andado cerca de ese misterioso uso de las palabras al manejar la "memoria histórica" sobre la guerra civil última.
Asunto bastante misterioso es el de la polémica sobre el origen de los vascos. ¿De dónde vienen los vascos y su extraña lengua? Digo extraña sin ánimo peyorativo; simplemente porque no parece relacionada con otras cercanas en el espacio. Alfonso Posada me envía la última teoría. Resulta que los vascos son los descendientes de los soldados de Aníbal que, al desertar, se refugiaron en los Pirineos. Es lo más fantástico que he leído. Dado que entre los libertarios hay varios vascólogos, lo dejo a su consideración. Por cierto, he comprobado que, en el seminario de Sociología que estoy dando en la Universidad Moro, tengo como alumno a uno de los distinguidos libertarios: Gabriel Ter Sakarian. De él he aprendido mucho. Es un nuevo placer el de conocer personalmente a los corresponsales de esta seccioncilla.
El inefable Hug Banyeres rechaza mi interpretación de que a Cicerón lo llamaran así (Cícero) porque su familia se dedicaba al negocio de los garbanzos. Cariñosamente decía yo que el apodo de Cícero sería algo así como Garbancito. Pensaba, por ejemplo, en Garbancito de la Mancha. Ante esa lucubración mía, ánimo jocandi, don Hug me espeta: "Usted no tiene piedad de sí mismo". Caramba, nunca me habían dicho tal cosa. El insigne latinista me enseña que "garbancito" sería en latín "cicerulus, cicerolus o cicerellus". Bueno, pues estamos bastante cerca. Por otra parte, aduzco que en latín "garbancito" es también "cicércula". Como es sabido, en latín el "garbanzo" es "cícer-cíceris". Vamos, que lo de Cicerón alguna relación debía de tener con los garbanzos. Supongo que lo de llamarse Marco Tulio era un nombre bastante corriente en Roma. Salto de siglo para recordar que en el siglo XIX los garbanzos tuvieron muy mala prensa por parte de algunos escritores. Concretamente, achacaban la decadencia española o la alta fecundidad a la afición por los garbanzos. Es una impía leyenda, esa de los males que produce la exquisita papilonácea. A Galdós lo llamaban "garbancero" sus envidiosos colegas de la pluma para que no le dieran el premio Nobel. Lo consiguieron.
Queda dicho aquí que una de las características del idioma español es su inmensa facilidad para componer insultos, dicterios y contumelias. Juan J. Carballal razona que uno de los artificios para componer improperios en español es combinar dos palabras para hacer una. El artificio puede ser de una sonoridad única. Don Juan J. proporciona una lista exuberante. Selecciono algunos de los términos más floridos: Chupatintas, destripaterrones, matasanos, picapleitos, pintamonas, sacamuelas, cagapoquitos, engañabobos, lameculos, tiralevitas, meapilas, papanatas, perdonavidas, correquetecagas, metomentodo, miramelindo, sabelotodo. A su lista añado otra con estos términos igualmente expresivos: pijiprogre, chupasangre, malqueda, barbilindo, perroflauta, marimacho. Todo el mundo recuerda el invento de "maricomplejines" con que Federico Jiménez Losantos obsequia a los políticos timoratos. Todo el mundo puede seguir inventando palabras compuestas con la misma finalidad de ridiculizar al contrario. Después de todo, un insulto es una forma de evitar una agresión física.