Hay muchas regiones europeas en las que una parte de sus habitantes habla otro idioma, distinto del que podríamos llamar oficial para el conjunto del país. Cataluña es una de ellas. La lengua catalana se halla muy extendida en esa región y goza de una estimable tradición literaria. Todos los catalanoparlantes hablan asimismo el castellano o español, que es la lengua oficial de España y de una veintena de países. En principio esa confluencia de dos lenguas en Cataluña no tendría que plantear muchos problemas, pero no es así. La razón es que el nacionalismo catalán pretende nada menos que desplazar el castellano de la vida pública de Cataluña y, a poder ser, de la privada. Ese proceso se designa con los ominosos términos de normalización e inmersión. Su éxito es relativo porque la lengua española es una de las pocas de comunicación internacional y su literatura es una de las más influyentes del mundo. Pero el nacionalismo sigue en sus trece. A su vez, con muchos menos medios, los que defienden la permanencia de la lengua castellana en Cataluña no dejan de resistir al monolingüismo. El conflicto resulta apasionante.
Acaba de aparecer la crónica más completa de esa lucha por la libertad. Es el libro de Antonio Robles Historia de la resistencia al nacionalismo en Cataluña (Biblioteca Crónica Global, 2013). Añado mi comentario personal, perfectamente polémico.
Cataluña podría independizarse siguiendo el modelo de Irlanda, esto es, conservando el idioma inglés en convivencia con el gaélico. Hay otra opción, seguir el modelo de Filipinas, es decir, eliminar la lengua española de la vida pública y privada para oficializar el tagalo. Así como la vía irlandesa ha sido un éxito, la filipina ha significado un fracaso lingüístico. La prueba es que el idioma realmente oficial y real de los filipinos medianamente cultos es el inglés. La razón es que el tagalo no es un idioma de comunicación internacional. Es decir, no lo aprenden muchas personas que no lo poseen como materno. Eso mismo ocurre con el catalán, por muy respetable que sea su tradición literaria.
La defensa del bilingüismo en Cataluña no la ha asumido el Estado español sino unas pocas personas particulares, amigas de la libertad por encima de todo. El libro de Antonio Robles cuenta sus vicisitudes con una meticulosidad de nombres, lugares y fechas que es de agradecer. Se me permitirá una pequeña corrección fraterna. Cuando en 1980 Santiago Trancón me pidió que firmara el famoso Manifiesto de los 2.300 lo hice con mucho gusto. Pero nunca hablamos de que yo fuera a ser el primer firmante. He agradecido siempre la deferencia de esa posición, pero para mí fue una sorpresa verme tan encumbrado. Yo solo pretendí ser uno más de los abajofirmantes. Supongo que esa amable licencia de Trancón se debió a que yo era a la sazón vicedecano de la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona. Por cierto, no me resisto a contar una pequeña anécdota. Hace poco, con ocasión de mi jubilación, pedí un certificado a la Universidad de Barcelona para que constaran mis servicios a mi querida alma máter. Me contestó una administrativa: "No figura usted en los archivos de esta universidad". Fue un error, claro, pero me recordó la fantasía de Orwell.