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Amando de Miguel

Las inundaciones de costumbre

Asombra que, teniendo hoy los medios para prevenir tales inclemencias, poco o nada se haga para ello.

Asombra que, teniendo hoy los medios para prevenir tales inclemencias, poco o nada se haga para ello.
El Ebro, desbordado a su paso por Zaragoza | EFE

El clima irregular y el relieve atormentado que corresponde a la Península Ibérica hace que nuestro país se vea asolado de vez en cuando por las inundaciones. Corresponden fundamentalmente a algunas zonas locales de la costa mediterránea y a la ribera del Ebro. Se sabe que, cuando el año es un poco más lluvioso, las aguas de ciertos torrentes y ríos (son siempre los mismos) se suelen salir de madre. Esto ha sido así durante siglos. Asombra que, teniendo hoy los medios para prevenir tales inclemencias, poco o nada se haga para ello. Se reacciona con una suerte de fatalismo. Se supone que no se puede hacer nada contra la furia de los meteoros acuosos. Llegan las inundaciones y se asiste al grandioso espectáculo de la naturaleza desbordada con resignación y petición de ayudas al Estado. Los alcaldes de las zonas inundadas se apresuran a declarar zona catastrófica el terreno dañado, lo que se traduce en pingües subvenciones. Y así hasta la próxima. Mientras, amplios espacios de la vertiente mediterránea, cada vez más poblados, padecen una sed permanente.

Ya en la II República, con Indalecio Prieto al frente de Obras Públicas, se planteó la posibilidad de trasvasar agua de la cuenca del Ebro a la del Tajo, y de esta a la del Segura. Se mataban así dos pájaros de un tiro. Se aliviaba la sed de las tierras del sureste y se embalsaba el agua necesaria para prevenir las inundaciones del Ebro.

La crisis económica y política que padeció la II República dio al traste con unos planes tan ambiciosos y sensatos. Solo en los años 60 se pudo recuperar una parte de ellos con el trasvase Tajo-Segura, aunque se ocultó que fuera un proyecto de la época republicana. Pero el problema seguía sin resolverse del todo, pues la cabecera del Tajo, aunque se le dotó de un magnífico embalse (Entrepeñas-Buendía), en ocasiones se quedaba sin agua suficiente. Este ha sido el caso de los últimos años, asolados por una gran seca. Repárese en que el Tajo no se puede quedar sin agua suficiente, entre otras razones, por los derechos que corresponden a Portugal.

Ahora se nos presenta otra vez la situación de las inundaciones de algunas comarcas ribereñas del Ebro. No se trata solo de algunas tierras anegadas, sino que en ellas hay ahora granjas con animales, casas de labor y una compleja red de comunicaciones. Se han llegado a inundar los barrios bajos de algunas poblaciones.

Habrá que volver a la solución integral que pensaron los ingenieros de hace un siglo, personalizados en Lorenzo Pardo. Ya se sabe, aquí todo va con retraso. Quizá subsista una cierta renuencia a construir más embalses en la cuenca del Ebro porque recuerdan la política hidráulica de los dictadores (Primo de Rivera y Franco). Es una extraña consecuencia de la ideología que llaman de la memoria histórica. Se añade hoy la enemiga del poderoso movimiento ecologista a emprender tales obras públicas. Pero todo eso no es más que un monumento a la irracionalidad.

Se impone un sistema de nuevos embalses en los ríos que bajan del Pirineo. Parte del agua así retenida con tales presas, a través del Ebro, podría alimentar satisfactoriamente la cabecera del Tajo. Así se completaría de forma continua el trasvase del agua hasta Almería. Es evidente que todas esas obras cuestan un dinero, pero sería mucho más rentable que el dedicado a contener y reparar malamente los estragos de las inundaciones. Da pena ver el repetido esfuerzo para levantar diques con sacos terreros.

No entro a valorar la estrafalaria postura ecologista de odio a los embalses y trasvases. Hay otra muchas en las que ocuparse.

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