Los españoles de la alterada época contemporánea (los dos últimos siglos) han vivido más bien bajo regímenes monárquicos, aunque siempre con la amenaza de levantamientos republicanos. Seguimos igual, aunque el republicanismo latente es ahora más sinuoso y se aloja, además, en la cúspide de la pirámide del poder. Ya no se estila el viejo republicanismo que alentaba la quema de iglesias y conventos. Ahora al presidente Sánchez le ha entrado el complejo de Manuel Azaña: quiere ser Jefe del Estado.
Los actuales reyes de España son los primeros en la historia que han estudiado regularmente en la universidad; algo es algo. Pero no solo tienen que hacer frente a las veleidades republicanas de algunos partidos nacionales. Lo más grave es que en las Cortes se sienta una caterva de representantes del pueblo español que no se consideran españoles. Es esa una de las perplejidades de nuestro sistema democrático. No tiene solución.
Una consigna triunfalista del franquismo (seguramente de origen falangista) fue la de hacer que España fuera "una, grande y libre". No se entendió bien el desiderátum. Libre ya no lo es enteramente, dada la cesión de soberanía que significan hoy los compromisos internacionales. Lo de grande es cuestión relativa. Progreso material sí que ha experimentado nuestro país en las dos últimas generaciones, aunque en el concierto mundial, la verdad, no contamos mucho. Pero una, lo que se dice una, España lo es menos que nunca. No es solo por el fracaso y el derroche que supone el malhadado Estado de las Autonomías, un gracioso oxímoron.
La salida tampoco puede ser una hipotética República federal. El experimento de la I República no pudo ser menos lucido. Un sistema federal implica la teórica igualdad de todos los estados miembros, cosa que en España no admite nadie, y menos los partidos secesionistas. Son estos los que se alojan en las regiones bilingües. El hecho es que dos de ellas, Vasconia y Cataluña, se consideran superiores al resto (federalismo asimétrico). Predomina en ellas un insano espíritu xenófobo, entendiendo los extranjeros como los monolingües, en el fondo, los castellanos. Se comprende el complejo de inferioridad de unas culturas, la vascongada y la catalana, que nunca podrán presumir de nada parecido a un Cervantes, a un Shakespeare. Todos los humanos son iguales; no lo son las lenguas por el aporte cultural que representan. La ventaja de la lengua castellana es que se trata de una de las pocas que se aprenden en el mundo de forma masiva. No hay ningún mérito en ello. Es cosa del azar histórico.
La unidad de España solo se puede conseguir con un sistema monárquico o bien con el abominable sustituto de una dictadura. Hemos probado de todo con resultados poco estimulantes. La solución inestable que de momento funciona es que vascos y catalanes gocen políticamente de extraños privilegios, escritos o no en el esquema constitucional. Por cuánto tiempo se puede sostener ese equilibrio inestable es algo que ni el sabio Merlín podría asegurarlo. Sobre todo, porque los separatistas vascos y catalanes (que lo son desde hace más de cien años) solo se conforman con la respectiva independencia; la cual no puede ser y además es imposible.
En el entretanto, en la atribulada España actual se expande la tentación republicana, todavía de forma encubierta. Se disfraza con la añagaza de pedir cuentas al anterior Jefe del Estado. Ya puestos, se podrían resucitar los procesos retrospectivos de Franco, Azaña o Alfonso XIII. A los españoles nos privan los juicios históricos, por mucho que el agua pasada no mueva molino.