Vaya por delante un primer axioma: no existe un sistema electoral óptimo para todas las ocasiones. Antes bien, habrá que irlo adaptando a las circunstancias de cada tiempo y país. Es fácil acordar el principio de "un hombre, un voto", pero luego hay que determinar muchos detalles. Ni qué decir tiene que "hombre" viene de humus; se refiere a la especie humana, no al sexo masculino. En su día "un hombre, un voto" fue un grito revolucionario. Hoy lo que hay que acordar es cómo se traduce tal principio a las necesidades de cada sociedad. Eso es lo que determina precisamente una ley electoral, que será siempre ideológica.
El sistema electoral vigente en España se diseñó hace más de una generación para que posibilitara un régimen bipartidista. Resultó bastante "imperfecto", como se dijo, al introducir la cuña de los partidos nacionalistas. La obstinada realidad ha hecho que derive en un sistema multipartidista, más conforme con la sociedad en la que nos ha tocado vivir, pero también más inestable.
Es tal la inadecuación del sistema electoral vigente a la evolución social que su reforma implicaría redactar una nueva Constitución. La primera providencia sería que el nuevo sistema electoral no debería figurar en el texto constitucional para poder asimilar mejor los ulteriores cambios. Fue un gran error que el texto constitucional de 1978 fuera demasiado detallado hasta implicar un sistema electoral que hoy nos parece harto discutible. Lo malo es que, a la hora de plantear las posibles reformas, en el debate solo intervengan los representantes de los partidos políticos.
Se impone una primera condición para que funcione adecuadamente la democracia en esta atribulada España. A saber, todos los partidos políticos deben declarar de modo expreso y fehaciente que tratan de representar al conjunto de los españoles, naturalmente según las distintas ideologías, y no a una parte territorial de ellos. En la práctica quiere esto decir que se deben proscribir los partidos que se propongan representar en el Parlamento nacional solo a una región, una provincia o una localidad. Es fácil ver el posible sesgo a través de la denominación de los partidos.
Tampoco sería razonable la opción de que hubiera partidos que intentaran defender exclusivamente intereses sectoriales; por ejemplo, los de los inmigrantes extranjeros, las mujeres, los jubilados, los homosexuales, etc. El interés general debe ser la suprema ley en el funcionamiento de los partidos. Otra cosa es que después surjan en ellos humanísimos vicios de funcionamiento. Pero para eso están los tribunales.
La reforma del sistema electoral no se arregla con detalladas "tecniquerías": el número de escaños, la prima a las circunscripciones electorales menos pobladas, la segunda vuelta, etc. Se trata de ingeniosas maniobras para entretener o impresionar al personal ignaro que somos todos, menos los aficionados a la ciencia política, que tanto abundan. La peor y más real de las "tecniquerías" es que se presentan con un aura científica, pero se emiten solapadamente para favorecer a un determinado partido político.
Muchas de las propuestas sobre el régimen electoral se apoyan, con unción sociológica, en los vaticinios que hacen las encuestas. ¿Por qué se les hace tanto caso? Porque el registro de sus opciones se convierte en anticipaciones, naturalmente, según la "lectura" que de ellas se haga. Se presume que los electores van a reaccionar según la táctica de "apostar al caballo ganador". Es una imagen lúdica que no siempre se cumple. Puede darse el fenómeno contrario, de que, emitida una profecía, se realice el resultado opuesto. Por otra parte, el comentario tan repetido de "yo no creo en las encuestas" es tanto como decir "yo no creo en los termómetros" o en "el sistema métrico decimal". Está bien como desahogo, pero nada más.
Al final, más que las provisiones de la ley electoral, lo que funciona es la panoplia de usos y prácticas que despliegan los dirigentes de los partidos políticos ante los posibles comportamientos que permiten las normas. Ese es el verdadero debate. Todos quieren llegar a la cima del poder, pero solo un partido puede conseguirlo, aunque sea por tiempo limitado. Esa es la gracia y el interés del juego electoral.