En buena hora se me ocurrió ponerme tirantes. Fueron un regalo muy original, y pronto se convirtieron para mí en un modesto símbolo de libertad. Luego comprobé su función real. A partir de cierta edad, un hombre se siente bastante incómodo al apretar la barriga con un cinto, que es casi como la cincha de los animales de tracción. Lo cual hace, además, que los pantalones tiendan a sufrir la ley de la gravedad, dando una figura poco airosa.
El lector cáustico (que los hay) podría pensar que, después de todo, cuando uno se aproxima a la edad media de la expectativa de vida de su generación, el deterioro resulta inevitable. Bien, esa automática decadencia se puede tramitar con mayor o menor elegancia y dignidad. Todo es cuestión de esforzarse un poco. Ahí es donde se introduce esa prenda íntima y un tanto ostentosa y hasta exhibicionista que son los tirantes.
Prosigue la historia menuda, pues ocurre que mis tirantes, por un capricho mío, llevan el dibujo de la bandera española. La cual se diseñó en su día para que, con ese airoso gallardete, se percibiera mejor la nación que representaba la nave en el azul del mar.
Se comprenderá el aire de jactancia y hasta de provocación que pueda tener hoy llevar unos tirantes con las bandas roja y amarilla. Son aún más desafiantes en verano, puesto que uno se desprende con facilidad de la chaqueta. En tal caso, los tirantes visten por sí mismos, como si fueran una prenda que cubre la camisa o el polo. Tampoco voy a defenderlos con pasión. Es una cuestión de gusto o de capricho, como puede ser la barba o la corbata. Son elementos de individualidad que se nos reconoce a los varones como una parte del privilegio reservado a las mujeres.
Mi propósito, con los dichosos tirantes, no pasaba de un punto de moderada presunción narcisista. Pero luego he visto un efecto impensado. En la calle, en el autobús o en la farmacia (que es el local que más frecuento), se me acercan algunos convecinos para felicitarme por el atrevimiento que supone lucir unos tirantes tan vistosos. Nunca pensé que fuera este un motivo de tantos parabienes. Algunas personas más sinceras o precavidas me avisan del riesgo que supone provocar de esa manera, luciendo sobre el cuerpo la bandera nacional. Un joven de mi pueblo, socorrista él, me previene para que ande con cuidado. A él le dieron una paliza durante las fiestas de Santiago por mostrar en su cartera una pegatina con los colores rojo y amarillo. Los agresores fueron una banda que a sí mismo se denominan "latinos" o algo por el estilo.
Resulta increíble y escandaloso que la exhibición de la bandera de España pueda ser una provocación, un motivo de alarma o de ofensa para algunos connacionales. Que conste que mi domicilio se sitúa en un pueblo de Madrid, como si dijéramos, en el lugar donde menos se espera que surjan los nacionalismos regionales.
Más absurdo es todavía que la bandera de España se identifique con el fascismo. Así, un español que ostente su bandera se expone a recibir el calificativo denigrante de "facha". Deberá anotarse que los diversos fascismos se distinguieron por intentar que la enseña del partido pasara a ser la de la nación. Es algo que consiguió el Partido Nazi en Alemania. La hazaña la repitió más tarde el Partido Nacionalista Vasco, pues la ikurriña la diseñó Sabino Arana para su partido. Nada menos que se dibujó con dos cruces superpuestas; como si dijéramos, el tradicionalismo al cuadrado.
Para completar este excurso histórico conviene saber que la palabra facha en tiempo de la II República se asoció con fascista como una forma denigrante de tildar a la derecha. Pero antes, en el siglo XIX, se decía ya "facha", "fachoso" o "fachendoso" para señalar a un individuo mal vestido y jactancioso. Aunque ese sentido proviniera del italiano, nada tuvo que ver con el fascismo, que vino mucho después. Cuando hoy se lanza lo de "facha" como un vituperio, ya no se sabe qué es lo que significa, aparte de un desahogo. Lo más peregrino es que se considere "facha", en cualquiera de los sentidos, como algo asociado con la bandera de España.