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La pesadumbre de los campos de concentración

Una institución tan perversa como los campos de concentración para inmigrantes se debe a que todavía no se admite el principio de la libertad de movimientos para toda la Tierra.

La última ocurrencia para resolver el enredo de la invasión desaforada de africanos y asiáticos a Europa es la de reducirlos en campos de concentración. Naturalmente, no los llaman así, pero es lo mismo. Es un dispositivo que se ha puesto en práctica varias veces. Por ejemplo, los campos de refugiados saharauis en Argelia, los barracones para jornaleros en todo el mundo y su más desgraciada expresión: los campos de concentración (exterminio) nazis.

Se establece ahora una verdadera competición léxica para la adecuada etiqueta de los campos de inmigrantes (ahora se dice "migrantes", que es como rechazar su entrada). Así, campos de refugiados, campos de identificación, plataformas de internamiento, plataformas extraterritoriales, plataformas de desembarco. Todas esas imaginativas denominaciones no dejan de ser ñoñismos para evitar su acertada naturaleza: campos de concentración. Lo fundamental es que en ellos no se entra de forma voluntaria, sino a la fuerza. No se ha llegado al sarcasmo de los campos de exterminio nazis, en cuya portalada figuraba este rótulo: "El trabajo os hace libres". Era una parodia de un dicho medieval: "El aire de la ciudad hace libre".

Lo fundamental de los campos de concentración es enjaular a los que se consideran de una etnia diferente para que no se mezclen espontáneamente con la población autóctona y no la contaminen. Pueden ser judíos, gitanos, homosexuales, subsaharianos, musulmanes, etc. Al reducirlos a un recinto cerrado se les cosifica, el elemento primordial de la discriminación y el prejuicio.

Una institución tan perversa como los campos de concentración para inmigrantes se debe a que todavía no se admite el principio de la libertad de movimientos para toda la Tierra. Tampoco funciona plenamente dentro de Europa. Por mucha globalización que se pregone, el hecho es que hoy las fronteras son más cerradas que nunca. Para penetrarlas hacen falta pasaportes, visados, cuotas migratorias. Ni siquiera se aplica con facilidad el derecho de extradición de los delincuentes. Todo eso se contradice con las apelaciones a la solidaridad (que se pronuncia "sólidaridad", con ese imposible acento en la primera sílaba).

Es inútil poner puertas al campo, muros a las fronteras, diques al mar. Va a continuar la invasión silenciosa y pacífica de los africanos y asiáticos sobre la vieja Europa. La razón es clara. Los europeos se resisten a reproducirse de forma conveniente y reniegan de hacer labores ancilares. Algo así sucedió con la llamada "invasión de los bárbaros" en la caída del Imperio Romano. Su penetración fue realmente un goteo durante varios siglos. La actual invasión se está produciendo de forma rápida, fulminante. En un par de generaciones la población europea será mestiza o no será. De momento, los que mandan son los blancos, pero los nuevos bárbaros (literalmente, los que balbucean nuestros idiomas) se alojan ya dentro de los muros de nuestras ciudades.

La decisión ya está en marcha. Son los campos de concentración para inmigrantes pagados por la Unión Europea o los Estados miembros. Será inevitable que sus verjas sean asaltadas. Tendremos motines escandalosos. A España llegará un gran contingente migratorio de África, gracias a la impunidad con que operan las mafias en los países del Magreb. Será inútil levantar vallas cada vez más altas en Melilla y Ceuta o controles en los puertos de Andalucía, Murcia o Canarias. El coste de deportar a los indocumentados no se va a poder pagar, ni siquiera con la ayuda financiera de Alemania. A veces en la vida pública hay problemas insolubles. Este es uno de ellos.

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