Como sucede con los grandes padecimientos, que aquejan a la especie humana, este de la pandemia del virus chino no es, exactamente, lo que parece.
Para empezar, aunque, en su origen, se trató del humilde virus chino, el ente maléfico ha mutado tanto, que, ahora, la virulencia se destapa con otras cepas más malignas. Se anota la británica, la sudafricana o la brasileña. Aparecerán otras nuevas. La humanidad lucha, denodadamente, contra los virus (en latín, “venenos”). Ahora bien, los virus batallan, en singular combate, contra los hombres. ¿No es eso la evolución?
El único remedio, que se ha logrado imponer, es el de las vacunas. Aunque no se diga, claramente, las vacunas no inhiben, del todo, los ulteriores contagios. Habrá que ir poniendo al día las vacunas para enfrentarse a las continuas mutaciones víricas. La paradoja es terrible: cuanta más gente se haya vacunado, más oportunidades encontrará el virus original para mutar. Pero, al tiempo, hasta que no se halle vacunada toda la humanidad, seguirá la posibilidad de los contagios. Es un laberinto del que resulta difícil salir.
Hay docenas de vacunas. Varía mucho la capacidad protectora de unas u otras. Todo dependen de las circunstancias físicas (edad, salud, etc.), étnicas o anímicas de los vacunados. Será algo difícil de estimar en muchos países.
Al menos, se lograría el efecto deseado, si toda la población del mundo recibiera, prontamente, la vacuna. Pero, al paso que va la burra, tal objetivo tardará un lustro en alcanzarse. Para entonces, habrá tiempo y oportunidad para que aparezcan nuevas epidemias. La actual epidemia se irá debilitando por sí misma. Sin embargo, se convertirá en endemia, como tantas otras enfermedades infecciosas, que con nosotros conviven. Se verá, entonces, que la solución de las vacunas debería haberse orientado por otro camino: el de medicamentos antivirales eficaces. Se ha elegido la vía de las vacunas porque, con ellas, se ha constituido un fuerte oligopolio con un enorme poder económico. Solo hay que pensar, por primera vez en la historia, en una demanda universal insatisfecha. El resultado es un formidable hecho desconocido: el enorme precio, que hay que pagar, a los consorcios farmacéuticos de unos pocos países. Por cierto, en España nadie habla de precios. Ni siquiera se comenta el dineral, que supone, la incesante provisión de mascarillas. ¡Como la sanidad española es gratuita!
El secretismo impera por todas partes. Recientemente, una comisión internacional de expertos, auspiciada por la Organización Mundial de la Sanidad, se fue a Wuhan (China) para investigar sobre el origen de la pandemia. Su conclusión fue la misma que la del Gobierno chino: un cuento (chino) sobre el mercado de animales salvajes de Wuhan. Es lo que se podía esperar de un régimen totalitario. Seguimos sin saber la etiología de la pandemia. Se sospecha que la Organización Mundial de la Sanidad es un organismo controlado por el Gobierno chino.
Puede ser que, en el mejor de los casos, la pandemia vaya a derivar en endemia (por ejemplo, como la gripe). Lo previsible es que continúen ciertas medidas de restricción de movimientos y, desde luego, el uso constante de mascarillas. Mi cuate, Juan Luis Valderrábanos, imagina que esto de las mascarillas se va a convertir en una nueva enfermedad. Es lógico, su continuo uso supondrá un lento proceso de inhalación de gases, que, naturalmente, son expulsados del cuerpo humano a través de la respiración.
Más grave es la nueva enfermedad psíquica del burnout (depresión o tedio insufribles), como consecuencia de los prolongados confinamientos. Se trata de una reacción defensiva muy natural, pero con consecuencias no deseadas. No es menor malestar el que se origina con la pérdida de legitimidad de las autoridades de cada país, al haber llevado tal mal la lucha contra la pandemia. España es un caso paradigmático.
Acaso, nos encontramos ante los umbrales de una nueva edad vírica o viral de la especie humana. Por lo mismo que la civilización nos ha impuesto ir vestidos y calzados en la vida cotidiana, puede que se añada el constante uso de las mascarillas, como parte del atuendo normal. A los que somos algo duros de oído, nos resulta difícil entender lo que peroran nuestros semejantes con la boca tapada. Es otro efecto secundario o latente, en el que nadie ha reparado. Todo nos lleva a concluir que la realidad no es la que parece a primera vista.