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Amando de Miguel

La obscena lucha por el poder

No hace falta llegar a la vulgaridad de la corrupción política para que un hombre público se lucre como 'servidor' del Estado.

No es solo que los partidos políticos compitan por ver cuál de ellos se hace con el gobierno de cualquiera de las Administraciones Públicas. Digamos que esa pugna supone una carrera legítima y hasta vistosa. No hay más que ver el contento general que nos producen a los contribuyentes las jornadas electorales.

Lo sorprendente y no tan agradable es que esa misma competición tiene lugar también dentro de cada partido, de forma a veces un tanto rastrera. Da la impresión de que lo único que les interesa a sus dirigentes es asegurar su puesto en las listas de las candidaturas para las próximas elecciones. Para lo cual se disponen a emplear todo tipo de armas, incluso, si llega el caso, falsificar el currículum o disfrazar los latrocinios. Pero sobre todo los aspirantes a subir por la escala del poder aprenden a ser sumisos con los que están en el ápice del partido. Les ayuda mucho dominar el arte de no decir nada sustantivo en público o ante los medios. Pero al tiempo vienen obligados a hacer muchas declaraciones y contestar a todo tipo de entrevistas más o menos ficticias. Quien no sale en los medios de comunicación o en las redes sociales no está en el mundo. Hace falta mucha inteligencia para no perecer ante tales dificultades. La lucha por el poder semeja el esfuerzo épico de Spencer Tracy hasta conseguir dominar al pez espada.

Me acojo, una vez más, a la luminosa idea del fulanismo, que acuñara hace un siglo Miguel de Unamuno. Veía él entonces que los partidos políticos no eran tales, con sus sonoras etiquetas, sino "facciones" en torno a personalidades eminentes. Las cuales descollaban por su capacidad de comprar voluntades. Pues bien, seguimos igual. El fulanismo es nuestra verdadera constitución política. La prueba es que apenas se pueden leer u oír (ahora se dice "escuchar") comentarios sobre la política sin que se acompañen de nombres propios.

La gran diferencia de la España actual respecto a la de la Restauración de hace más de un siglo es que ahora el llamado "sector público" de la economía representa una porción mucho mayor de la tarta productiva. Lo cual quiere decir que, aposentado uno en un despacho público, puede hacer muchos más favores y tiene todos los gastos pagados. El sueldo es lo de menos. No hace falta llegar a la vulgaridad de la corrupción política para que un hombre público se lucre como servidor del Estado. Baste con que aproveche los infinitos medios que le permitan situarse cómodamente en la sociedad: él, su cónyuge, su prole y sus amigos.

Ahora se entiende por qué la pelea por medrar dentro de cada partido parece tan cruel e inmisericorde. No digamos si el combate se libra contra los otros partidos. Los puestos de verdadera influencia son escasos; solo se puede subir por la pirámide del poder desplazando a los que ocupaban antes el escalón correspondiente. El resultado es que la lucha por el poder se convierte en una especie de selección al revés. Es cierto que triunfan los más audaces, pero también con frecuencia los mediocres, los que no se andan con muchos escrúpulos de conciencia.

Bien es verdad que también cuenta la tradición intelectual de la vida pública española. En su virtud, los políticos deben parecer mínimamente ilustrados. Es la parte atractiva de los combates por escalar las cumbres del poder. Tanto es así que no importa mucho falsificar el currículum académico.

Se me dirá que exagero, y puede que sea verdad. Pero hágase una elemental prueba. Selecciónese una muestra de las declaraciones de los políticos, se encuentren en el poder o en la oposición, a lo largo de unos meses. Se verá que muy pocas veces son capaces de aportar, no ya una solución, sino un planteamiento de los problemas reales que acucian a los españoles (que ellos llaman "ciudadanos"). Pocos padres de la patria se muestran preocupados por el hecho de que los españoles tengan que pagar cada vez más impuestosen su amplio sentido. Incluye tasas, multas, recargos, precios políticos, licencias, permisos, plusvalías, etc. Todo lo demás es farfolla.

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