La solución ante los posibles rebrotes de la pandemia del virus chino ha sido la de mantenernos en una especie de confinamiento limitado (un oxímoron, como "nueva normalidad"). Consiste en limitar el aforo de los espacios públicos y en marcar la distancia física mínima que deben mantener los asistentes a tales concentraciones. Es el mítico metro y medio (unos cinco pies según la tradicional medida castellana o inglesa). Se añade, a veces, la cláusula de la cita previa, un pleonasmo. Todo es retórico. No queda claro cómo se va a pagar el coste extra de tales prescripciones.
La idea parece simple y utilísima; solo que con ella se hace imposible que funcionen con tranquilidad multitud de expresiones colectivas: espectáculos, centros educativos, centros comerciales, ferias y mercadillos, acontecimientos deportivos, lugares de esparcimiento, iglesias, etc. En síntesis, la organización social, tal como viene funcionado durante siglos, resulta inviable, o al menos se hace carísima. Lo que faltaba ante una situación de la economía colectiva tan amenazante como la que se nos anuncia.
La propaganda nos reitera con atractivas imágenes que las escuelas o las universidades pueden funcionar muy bien con aulas semivacías. Hasta parece que queda más bonito un diseño así, tan minimalista. ("Lo poco es mucho"). Pero requiere una condición elemental: que aumente considerablemente y de golpe el número de profesores y de otros recursos. Sencillo parece el caso, pero resulta que el Gobierno no parece dispuesto a asumir tal aumento del gasto público, que ya crece desmesurado por otros conceptos. Tampoco la sociedad se puede permitir el lujo de pagar más caras las matrículas de la enseñanza. La aporía es clara: el asunto no tiene solución.
El argumento expuesto se opone a la tradición de soberbia que caracteriza al mundo moderno, una creación característica de Europa o, si se prefiere, de la cultura occidental. Se traduce en el rechazo de la idea de que hay problemas sin solución. Pero ni las matemáticas pueden asegurar que todos los problemas se puedan resolver. Claro es que en la organización de la vida pública son muchos los laberintos sin salida, o por lo menos con desenlaces muy costosos. Este es el caso en el que nos ha dejado la dichosa pandemia, que es algo así como una maldición de algún hado impenetrable. Cunde el desánimo en todas las esferas de la vida.
Se vislumbra un posible apaño ante las dificultades que presenta la nueva normalidad. Consiste en acentuar por todos los medios la inveterada tendencia al intervencionismo estatal. Esa es la razón por la que los comunistas (aunque se llamen con etiquetas más presentables) cuentan tanto en la actual coalición gubernamental. Así se explica, por ejemplo, lo de la renta mínima garantizada, o como se llame. Más parece una gigantesca tentación a la pigricia laboral, junto a otras de la misma calaña, que seguirán a continuación conforme arrecien los vientos de la crisis económica.
En medio de tanta confusión, pasó inadvertida la reciente ley de la eutanasia, que más bien tendría que apodarse de la distanasia. Se aplicó de forma sarcástica con el paso de la guadaña sobre la población asilada en las residencias de ancianos. Esto es lo que se llama kairós, el don de la oportunidad con el que los dioses premian a los gobernantes. Llegado aquí, me acojo al famoso diálogo entre Babieca y Rocinante. Comenta Babieca: "Metafísico estáis". Replica Rocinante: "Es que no como".