Por muchos aires secularizadores que circulen por el mundo, lo cierto es que hay más proporción de gente que nunca dispuesta a celebrar la despedida del año 2017. El cómputo se refiere a la fecha convenida en la que nació Jesús de Nazaret, el personaje más influyente de la historia universal. Nunca como hoy ha sido tan general esa celebración implícita. El calendario gregoriano rige prácticamente en todo el mundo. No conozco a ningún ateo que se niegue a reconocer que vive en el año correspondiente de la era cristiana. Lo más curioso es que seguramente Jesús no nació exactamente hace 2017 años, ni en diciembre. Pero es igual. Lo que funciona es la convención admitida.
Parecerá irracional o caprichoso, pero la unidad del año (el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol) es algo tan necesario como fascinante. Los años que ha cumplido un niño son parte principal de sus señas de identificación, junto al nombre y el idioma materno. Curiosamente, los viejos más viejos vuelven otra vez a presumir de los años que tienen (o mejor, que ya no tienen), como si este fuera su principal logro. Muchos adultos ocultan cuidadosamente el cómputo de los años de edad que les corresponden, aunque sea difícil mantener el secreto.
A lo largo de nuestra vida los años adquieren una connotación específica para cada uno. Los hay buenos, malos y regulares según las circunstancias históricas o biográficas. Nada une tanto a un adulto como las experiencias o vivencias comunes que recuerda junto a otras personas de una edad parecida. Diríase que las cohortes (los nacidos por las mismas fechas) forman una extraña forma de afiliación automática, de la que uno no se puede dar de baja. En algunos lugares de España los quintos suelen reunirse todavía para festejar esa hermandad, a pesar de que hace tiempo que ya no hay servicio militar.
Bien es verdad que, en nuestra época, a la par que somos más longevos, los maduros tratan de hacer todo lo posible, y hasta lo imposible, para parecer más jóvenes. Es vana ilusión, pues la fecha de nacimiento no se puede alterar de modo legítimo. Pero existen mil artificios para quitarse años de encima, para parecer más joven. El capricho es la base de una próspera industria farmacéutica y textil.
El paso de los años confiere una peculiar ventaja cuando son muchos: la experiencia. Cierto es que se trata de una cualidad que socialmente no se valora mucho, y cada vez menos, pero supone objetivamente un activo muy útil. No siempre se sabe administrar. La jubilación forzosa podrá ser un derecho, pero también una privación.
Los ritos de la despedida del año son muy parecidos en todos los meridianos. Consisten básicamente en comer y beber en común de forma desproporcionada. Una versión particular de los españoles es el de las uvas de Nochevieja. Ningún otro pueblo practica tan extraña costumbre, que, como digo, tampoco es una tradición antigua. Hay que imaginarse la escena del día 31 de diciembre, a las 12 de la mañana, en una playa de Australia. El grupito de españoles allí reunidos ponen Radio Exterior de España y, al compás de las campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid, se embaulan las 12 uvas, seguramente enlatadas. La hazaña provoca una extraña hilaridad. El resto de los veraneantes los contemplan con asombro.
El rito de las uvas de Nochevieja solo tiene un poco más de un siglo de antigüedad, pero se ha convertido en tradición inveterada. No se aconseja cuando una persona se encuentre sola en el trance. Basta con que se reúna una pareja. Es la misma razón por la que se necesitan dos personas para bailar un tanto, según se dice en inglés (it takes two to tango).