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Amando de Miguel

La dictadura progresista

Decretar el estado de alarma para seis meses presume un poder arbitrario, despótico. Es el signo aciago de que entramos en una dictadura progresista.

Dice el Diccionario que alarma es “inquietud causada por la aparición de un peligro o la amenaza de un suceso no deseado”. Yo añadiría “un suceso próximo, inmediato”. Es un estado que suele surgir de modo imprevisto, al dar un aviso de peligro o de precaución por parte de las autoridades. Lo que resulta un tanto azorante, en nuestro caso, es que el estado de alarma lo haya establecido el Gobierno para seis meses. Cabe sospechar que, ante un plazo tan largo, las conductas de precaución se relajarán con el transcurso de los días. Lo peor es la cuestión de principio: decretar el estado de alarma para seis meses presume un poder arbitrario, despótico. Es el signo aciago de que entramos en una dictadura progresista.

Es claro que la declaración del estado de alarma funciona como un subterfugio para recortar ciertos derechos de los pobres ciudadanos. No es por atentar contra la libertad, sino para reafirmar el poder en una dirección autoritaria, que a los mandamases proporciona un gran placer. La medida estrella que se asocia con el estado de alarma es el toque de queda.

El toque de queda es la “prohibición militar de circular por las calles durante determinadas horas de la noche, que se establece en tiempos de guerra o de desorden”. Su aplicación por la autoridad civil y con ocasión de la pandemia que padecemos en estos tiempos no deja de ser una mixtificación. Solo de forma analógica e interesada la pandemia puede considerarse como una guerra o un desorden.

Lo más probable y menos deseable es que, con una situación de alarma tan prolongada, más el ucase del toque de queda, las prohibiciones no se cumplirán del todo. En ese caso, los pobres ciudadanos, así, in genere, serán tachados de irresponsables. Lo que supone eximir de culpa a las autoridades, por no haber gestionado como Dios manda la crisis sanitaria. Que es lo que se trataba de demostrar.

Las previsiones de reducción drástica de los movimientos de las personas no se cumplirán, por una potísima razón. Es así de clara: no hay policía suficiente para controlar toda esa ingente movilidad. Además, hay que contar con el natural cansancio de la gente (sobre todo, los jóvenes), harta de confinamientos y de restricciones de todo tipo.

Me temo que la iniciativa del toque de queda durante la noche y otras medidas similares sirven solo para tranquilizar a la población, lógicamente amedrentada. De esa forma, parece que las autoridades hacen algo para contener la epidemia. El problema es que, después de tantas medidas de control de la enfermedad, su efecto no ha sido el esperado, lo que hace que aumente la frustración. Lo lógico será, pues, esperar nuevas medidas profilácticas o preventivas más caprichosas. Se me ocurren: guantes de látex obligatorios para toda la población, clausura de los centros de enseñanza, reducción tajante de los transportes públicos, cierre de las residencias de ancianos. No quiero seguir dando ideas.

La raíz del problema está en el menguado conocimiento que tiene la comunidad científica sobre el famoso virus de China. Es algo que no se reconoce públicamente, al partir de la consideración de que nos encontramos en la era científica. La misma nesciencia se podría atribuir a los gobernantes, al ignorar las medidas necesarias para paliar la hecatombe económica que se nos ha echado encima. Solo a un tonto o a un malvado se le ocurre que la solución pueda ser la del aumentar el gasto público de forma desaforada. En ello estamos.

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