En las memorias de Alfonso Guerra se queja el intelectual sevillano de que los primeros Gobiernos socialistas de la democracia se hicieran sin el apoyo de los medios de comunicación. La apreciación parece bastante exagerada, pues el Gobierno contaba con el poderoso contrafuerte de los medios públicos (RTVE, Efe) y, desde luego, con el simpar puntal de los medios de Polanco (El País, la SER), todo un señor de presión. Pero, con el tiempo, los últimos Gobiernos socialistas (Zapatero y Sánchez) han recibido el decidido apoyo de una opinión pública, mayoritariamente, de izquierdas, sostenida por los medios, públicos y privados, de la misma cuerda. Un hecho de tal envergadura supera, ampliamente, el peso mecánico que puedan dar los votos electorales.
No es una relación pasiva la que se establece por parte del Gobierno respecto a los medios de comunicación. Antes bien, los que mandan utilizan los medios de una forma "proactiva", como se dice ahora con el gusto por el pleonasmo. Es el fenómeno de la propaganda. En España empezó siendo un servicio (pronto dirección general y luego un ministerio entero) bajo el franquismo; se ha convertido, recientemente, en una labor principal del Gobierno.
No hay más que observar el nuevo fenómeno de las entrevistas que hacen los diferentes medios a los altos cargos, especialmente cuidadas en los medios afines al Gobierno, los públicos y los subvencionados. Es como si los entrevistados hubieran pasado por una escuela de adoctrinamiento, tan repetitivas son sus formas de expresarse. El resultado es que, pregunte lo que pregunte el periodista, el mandamás de turno se sale por la tangente de una forma premeditada. El juego está en que el periodista adicto nunca replica: "Perdone, pero no me ha contestado a la pregunta". Una forma estudiada ante cualquier pregunta es contestar algo así como "estamos trabajando para [superar el problema o la dificultad]". La consecuencia es la general desinformación por parte del público. Equivale a un control de la opinión pública mucho mayor que lo que representaban en el pasado las distintas formas de censura o de sanción a los medios díscolos. No es difícil encontrar periodistas (comentaristas, tertulianos) que hagan de altavoces de los argumentos del Gobierno. Se supone que es un mérito para encontrar trabajo.
Un ejemplo actualísimo de la desinformación lo tenemos en los datos oficiales sobre la pandemia del virus chino. Para empezar, se oculta su origen, a través de extrañas denominaciones cabalísticas (coronavirus 19). Luego, se proporcionan datos sobre contagios o fallecimientos por países o regiones, pero, normalmente, en valores absolutos, no en términos per cápita, que serían más razonables. Los datos referidos a España evitan la medida más válida: cuántos enfermos de la pandemia se encuentran (día por día) en los hospitales, las residencias de mayores o los domicilios.
Las llamadas ‘autoridades sanitarias’ se han venido apoyando en un supuesto comité de expertos, se entiende, en cuestiones epidemiológicas; hay que presumir que deben de ser catedráticos o investigadores en la materia. Pues bien, después de cinco meses de pandemia nos hemos enterado de que no existe tal comité de expertos, sabios o catedráticos. Solo aparece en su lugar la voz aguardentosa del doctor Simón, cuyo bagaje científico es desconocido. Pero el hombre (que no tiene el doctorado) cumple muy bien su función de no informar adecuadamente, es decir, desinformar.
Hay que descubrirse ante las habilidades propagandísticas del equipo del doctor Sánchez. Aunque preciso es reconocer que las piezas de ese continuo relato empiezan a resultar bastante aburridas, por reiteradas.