De poco ha servido que España haya rebasado con creces el nivel de escolarización completa (lo de universal parece una exageración) en la edad obligatoria. Hace mucho tiempo que la enseñanza dejó de plantearse el necesario estímulo para que los educandos adquirieran la conciencia del trabajo bien hecho. La consecuencia de tal dejadez se deja ver en el escaso esfuerzo para emplear correctamente la lengua común. Me temo que la cosa no irá mejor con las otras lenguas regionales o con el inglés. En este recinto, como en otros muchos, domina una especie de anomia, esto es, la indiferencia respecto a las posibles normas léxicas. Da la impresión de que no existe ninguna sanción por su incumplimiento. Así sucede que los hombres públicos (perdón, y las mujeres públicas) hablan muchas veces como lo haría un patán de los de antes. Valga esta minúscula ilustración. El vicepresidente segundo del Gobierno, antiguo profesor universitario, puede referirse públicamente a la "educación episcopal". No quiere decir que los obispos sean unos mal hablados; debe de referirse más bien a la enseñanza en los colegios de inspiración católica. Claro que así no hay forma de entenderse.
Gustan ahora los gobernantes socialcomunistas y los separatistas de apelar al "diálogo" e incluso a los "espacios de diálogo" como un nuevo sistema de debatir los asuntos públicos. Al parecer, el taumatúrgico diálogo debe realizarse en mesas ad hoc. Sorprende que no hayan caído en la cuenta de que las Cortes o los Parlamentos regionales (mal llamados ‘autonómicos’) son una institución mejor adaptada para que los políticos puedan debatir a placer. Claro que la mesa que se quiere formar para resolver discretamente el conflicto catalán se quiere que sea "entre Gobiernos". E incluso una parte del conflicto apunta a que debería haber un relator internacional. Supongo que habrá que incorporar, además, el servicio de traducción simultánea o el de transcripción taquigráfica. En definitiva, a través de todos esos ringorrangos léxicos, se está reconociendo la independencia (subvencionada) de Cataluña por vía de los hechos consumados. Ahí se ve que el uso del nuevo lenguaje (en el sentido de Orwell) no es gratuito.
El mal uso del lenguaje público no es tanto que se conculquen las reglas gramaticales como que se empleen palabras sin mucho sentido que se repiten cansinamente. Por ejemplo, el "ámbito" a troche y moche, el adjetivo propio sin venir a cuento, la "legalidad" en lugar de la simple "ley".
Cuidado que resulta sencillo referirse a "hoy" o "ayer" como términos que localizan muy bien el tiempo cronológico. Pues bien, la moda cultiparlante consiste en repetir "a día de hoy" o "a día de ayer". Está claro que el barroco es el arte genuinamente español.
Pasó la moda de que el comienzo de algo fuera el "inicio", que se decía quizá por influencia de la jerga informática. Ahora parece más elegante lo de "arrancar", que no es para los motores sino para cualquier acontecimiento político o social.
Hay periodistas que, para comunicar la impresión de que se produce una fuerte explosión, hablan de "deflagración". Parece una explosión particularmente violenta, pero la realidad es que la deflagración es una llamarada sin explosión.
No cuesta nada llamar las cosas por su nombre. El señor Puigdemont es técnicamente un forajido; nadie lo etiqueta de esa manera. El coronavirus es simplemente el virus corona.
Comprendo que las palabras van cambiando de sentido con el tiempo, pero dejemos que ese proceso se produzca naturalmente. No cabe que los hombres públicos (otra vez, "y las mujeres públicas") lo aceleren de forma caprichosa o ignorante.