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La chapuza y el apaño

La decisión de recurrir al famoso artículo 155 para arreglar el problema catalán ha sido una de las chapuzas más colosales de la reciente historia política.

No voy a defender la chapuza, una tara nacional que significa el ascendiente de la mediocridad, la obra mal hecha, la estafa disimulada. Pero todo es una cuestión de matices y detalles. Hay acciones que parecerán chapuzas a los ojos de un alemán cuadriculado, pero que se quedan en imaginativos apaños. A ellos me refiero con admiración. El apaño viene a ser un equivalente etimológico de economía, esto es, la buena organización de la casa.

A la hora decisiva de elegir un cónyuge (literalmente, la persona unida al mismo yugo; ahora dicen "pareja"), un buen amigo cordobés me advirtió de que la mejor cualidad es que sea "una mujer apañada". No había pensado yo que ese podía ser el activo más deseable en el siempre difícil negocio de los afectos. Pero mi amigo tiene razón, acaso por una sabiduría popular acumulada desde los lejanos tiempos de su paisano Séneca.

Lo difícil es distinguir la chapuza del apaño. En la primera hay perjuicio para alguien o, al menos, una desproporcionada ventaja para el listo que se alza con el santo y la limosna. En el mejor de los casos consiste en reducir el trabajo a tareas minúsculas para salir del paso. El apaño consiste en que todos los participantes salgan ganando algo. Para ello se saca a relucir la imaginación, la inventiva, el aprovechamiento óptimo de los recursos con el menor coste posible. Eso, en el terreno (ahora se dice "ámbito") económico. En el de los afectos que digo, una persona apañada es la que hace virtud de la necesidad, la que está dispuesta a facilitar la vida de su contraparte. Es un cometido muy difícil de llevar a cabo, pues lo normal en este mundo individualista nuestro es que cada uno vaya a su bola. Así nos va a los españoles como colectivo, donde destaca el desasosiego sobre la quietud, donde abunda ese contrasentido que son las amistades tan interesadas como efímeras.

En el proceloso mar de la actual política española se notan mucho las chapuzas por encima de los buenos apaños. La razón de tal desequilibrio está en que, ante el trance de unas elecciones, se nota demasiado que el ansia de los políticos es mandar a toda costa. La extraña divisa implícita es: "Que se unan los otros a mí, que yo no me caso con nadie". Sorprende que, después de una chapuza con tan mal estilo, se nos hace difícil creer que les mueve el interés general. (Por cierto, llama la atención que en el lenguaje cotidiano eso de "no casarse con nadie" sea una disposición tan admirable).

El verdadero apaño envuelve una actitud humilde con ganas de servir, acción que se considera muy desacreditada. En las discusiones cotidianas de toda índole, la persona apañada es la que reconoce que tiene razón el otro y que ella está para ayudar. Se trata de una conducta tan atípica que ni siquiera recibe nombre.

Vayamos a un caso concreto. La decisión de recurrir al famoso artículo 155 de la Constitución para arreglar el problema catalán ha sido una de las chapuzas más colosales de la reciente historia política. Ya es difícil pensar en un juego en el que todos pierdan, pero eso es lo que ha sucedido. Para remediar el desaguisado se podría pensar en el apaño de que por lo menos se unieran las fuerzas tenidas por constitucionales, pero ni por esas. Sencillamente, el problema catalán no tiene arreglo, no tiene apaño posible.

Esta distinción chapuza-apaño no es algo que me hayan enseñado los libros leídos, sino que la he aprendido a trompicones de la experiencia vital, tan larga ya. De algo tiene que servir el haberse uno equivocado tantas veces.

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