El baile de cifras respecto al número de fallecidos por la epidemia del virus chino en España tiene una explicación. Ha sucedido en otras epidemias (cólera, gripe, tifus, etc.). Una cosa es el número de víctimas mortales que se deben, directamente, al agente patógeno en cada caso; otra, el total de fallecidos de modo extraordinario al tiempo de la catástrofe. En esa cifra más amplia hay que introducir, primero, los que fallecen como una secuela del mal epidémico; digamos, los diagnosticados. Se añaden los que adelantan el fallecimiento, aun sin ser afectados por la epidemia, pero que se ven desatendidos ante la plétora de los servicios sanitarios. La mortalidad añadida o indirecta puede verse como ‘oportunista’, y acaba siendo tan considerable como la directa. Es el caso de la actual epidemia del virus chino en España.
El fenómeno de la mortalidad extraordinaria u oportunista solo puede registrarse por un elemental cálculo demográfico: la desviación del número de fallecidos según el Registro Civil respecto de la tendencia en los años anteriores.
El actual desacuerdo sobre el número de víctimas mortales de la epidemia se repite en otros varios casos de mortalidad catastrófica: terremotos, inundaciones, guerras, etc. A saber, el número tan elevado de óbitos lleva a una cierta devaluación colectiva de la experiencia de la muerte. Los duelos o velorios se reducen a un mínimo. Diríase que la muerte se hace anónima. Compruébese: de los 30.000 (o 60.000) muertos como consecuencia de la epidemia en España, en solo medio año, son poquísimos los que se han identificado, colectivamente, con nombres y apellidos. El Gobierno fuerza todo lo posible su propósito de ocultar el alcance de la catástrofe. Es un poco como si se sintiera culpable, cosa que resulta infundada. Es lo contrario de lo que se hace con otro tipo de sucesos luctuosos, como el terrorismo, los accidentes de tráfico o la ‘violencia de género’. En tales casos, se suele resaltar la identidad y las circunstancias personales de las víctimas.
El hecho es que la mortalidad epidémica resulta difícilmente evitable, ya que suele producirse al azar. Se establece, en seguida, una compensación psicológica, al imaginar toda suerte de remedios mágicos o simbólicos para defenderse del contagio. Es el caso actual de las mascarillas, de la abstención de fumar, del espacio de uno o dos metros entre las personas en los lugares públicos. Por lo mismo, se sueña con alguna panacea que acabe pronto con el mal. En el caso actual, es la función de la misteriosa vacuna, que no se sabe cuándo llegará, lo que va a costar, cuál será el grado de eficacia y las secuelas que traerá consigo. Lo más probable es que no haya una sola vacuna, sino varias. En torno a la ‘carrera de las vacunas’ se teje toda una trama de prestigios y de propagandas.
Un efecto no deseado del cúmulo de medidas profilácticas para detener la epidemia (confinamiento, mascarillas, cuarentena, etc.) es que la población se llegue a cansar. Viene, entonces, la explosión de conductas riesgosas: fiestas, celebraciones, reuniones, actos gregarios de todo tipo. Se pueden prohibir tales manifestaciones jubilosas o expresivas, pero al final resulta imposible su completo control. Las fuerzas de seguridad no están preparadas para tal cometido. Esa es la verdadera epidemia, la que no tiene solución.